LUCES DE NEÓN
Se acerca uno de esos momentos del año en que hay que ser felices por decreto. Quizá el peor de todos ellos, porque así como uno puede huir de las fiestas del patrón largándose a la playa, a la montaña o al pueblo de la abuela, lo de las Navidades es general, y o bien uno tiene la pasta y las vacaciones suficientes como para largarse a tierras paganas, o bien no le quedan más narices que quedarse aquí y soportar con estoicismo la lluvia de espumillones y buenos deseos que llena escaparates y fachadas. Y aguantarse las ganas de mandar todo a la mierda y dedicarse a cenar bocadillos de chorizo en el sofá viendo una peli en lugar de meterse entre pecho y espalda una mariscada digna de un marqués con una cuenta en Suiza.
Pero sin duda lo peor de estas fechas no son ni el despilfarro ni las indigestiones. Lo peor son es ese nudo en la garganta que se nos pone a todos, esas ganas de nada, ese ansia por que pasen los días, y vengan los reyes y se vayan a tomar por saco, y se lleven el oro, el incienso, la mirra, las burbujas Freixenet y los anuncios de perfumes. Lo peor es esa sensación de impotencia que se apodera de nosotros cuando nos damos cuenta de que no podemos ser felices: de que no hay manera. De que, por mucho que nos esforcemos, no nos sale la estampa navideña de los anuncios del Almendro, donde el hijo pródigo vuelve a casa por Navidad y de manera inesperada, inundando el lugar de alegría y alborozo, haciendo destellar las luces del abeto y hasta provocando estreñimiento al pobre caganet del nacimiento al contemplar la estampa de esa familia reconciliada al fin tras varios años de rencillas y de desencuentros. Y que tampoco somos capaces de encontrar a un hombre que nos suba en brazos hasta lo más alto de la Torre Eiffel, de noche y sin partirse la crisma por esa escalinata del demonio, o de asistir a una de esas fiestas neoyorkinas donde las parejas terminan besándose bajo la lluvia en plena calle, apoyados en una columna y ajenos al tráfico y a los policías que pasan al lado y los miran con envidia y sin atreverse a interrumpirles. En fin, que en vez de todo eso nos pega un bajón del quince y empezamos a sentirnos culpables por ser tan anodinos y tan infelices. Y nos da la impresión de ser una familia anormal y nada navideña; un grupo vulgar e intrascendente que no tiene ni idea de lo que es vivir la vida. Y de ahí vienen, en parte, esas crisis nostálgicas y esos berrinches tontos que nos sobrevienen después de haber tomado un par de copas, cuando el alcohol amplifica la realidad y nos vemos a nosotros mismos ahí en medio, ridículos fantoches con máscaras sonrientes, agrios muñecolates melancólicos, tristes peleles de gorro y matasuegras incapaces de imitar a los modelos que la pantalla nos escupe, insistente y tediosa, imbécil mensajera empecinada en demostrarnos que la felicidad está al alcance de cualquiera.
… De cualquiera que tenga los bolsillos lo bastante grandes.
#SafeCreative Mina Cb
Se acerca uno de esos momentos del año en que hay que ser felices por decreto. Quizá el peor de todos ellos, porque así como uno puede huir de las fiestas del patrón largándose a la playa, a la montaña o al pueblo de la abuela, lo de las Navidades es general, y o bien uno tiene la pasta y las vacaciones suficientes como para largarse a tierras paganas, o bien no le quedan más narices que quedarse aquí y soportar con estoicismo la lluvia de espumillones y buenos deseos que llena escaparates y fachadas. Y aguantarse las ganas de mandar todo a la mierda y dedicarse a cenar bocadillos de chorizo en el sofá viendo una peli en lugar de meterse entre pecho y espalda una mariscada digna de un marqués con una cuenta en Suiza.
Pero sin duda lo peor de estas fechas no son ni el despilfarro ni las indigestiones. Lo peor son es ese nudo en la garganta que se nos pone a todos, esas ganas de nada, ese ansia por que pasen los días, y vengan los reyes y se vayan a tomar por saco, y se lleven el oro, el incienso, la mirra, las burbujas Freixenet y los anuncios de perfumes. Lo peor es esa sensación de impotencia que se apodera de nosotros cuando nos damos cuenta de que no podemos ser felices: de que no hay manera. De que, por mucho que nos esforcemos, no nos sale la estampa navideña de los anuncios del Almendro, donde el hijo pródigo vuelve a casa por Navidad y de manera inesperada, inundando el lugar de alegría y alborozo, haciendo destellar las luces del abeto y hasta provocando estreñimiento al pobre caganet del nacimiento al contemplar la estampa de esa familia reconciliada al fin tras varios años de rencillas y de desencuentros. Y que tampoco somos capaces de encontrar a un hombre que nos suba en brazos hasta lo más alto de la Torre Eiffel, de noche y sin partirse la crisma por esa escalinata del demonio, o de asistir a una de esas fiestas neoyorkinas donde las parejas terminan besándose bajo la lluvia en plena calle, apoyados en una columna y ajenos al tráfico y a los policías que pasan al lado y los miran con envidia y sin atreverse a interrumpirles. En fin, que en vez de todo eso nos pega un bajón del quince y empezamos a sentirnos culpables por ser tan anodinos y tan infelices. Y nos da la impresión de ser una familia anormal y nada navideña; un grupo vulgar e intrascendente que no tiene ni idea de lo que es vivir la vida. Y de ahí vienen, en parte, esas crisis nostálgicas y esos berrinches tontos que nos sobrevienen después de haber tomado un par de copas, cuando el alcohol amplifica la realidad y nos vemos a nosotros mismos ahí en medio, ridículos fantoches con máscaras sonrientes, agrios muñecolates melancólicos, tristes peleles de gorro y matasuegras incapaces de imitar a los modelos que la pantalla nos escupe, insistente y tediosa, imbécil mensajera empecinada en demostrarnos que la felicidad está al alcance de cualquiera.
… De cualquiera que tenga los bolsillos lo bastante grandes.
#SafeCreative Mina Cb
¿Qué quieres que te diga? Pues eso... ¡que tienes razón!
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