LOS FAROLES AMARILLOS
Es bella mi ciudad a la luz de los faroles amarillos. Aunque haya quien sostenga que ese tinte cerúleo le da un cierto aspecto de París en la época de “El perfume”, o de Londres neblinoso de los años de Jack el Destripador.
Pero a mi me gusta, ahora, en verano, de noche y silenciosa, tan pétrea y evocadora. Me gusta disfrutarla lentamente, la vista encaramándose a balcones y fachadas blasonadas. Me gusta imaginar aquél pasado en que los suelos eran de tierra, y la villa era un recinto amurallado donde convivían, dicen que en armonía, que yo nunca he acabado de creérmelo, judíos, moros y cristianos en una insólita simbiosis que sin duda convenía a los tres bandos. Me gusta pensar en las antorchas encendidas de los vigilantes nocturnos, en las tabernas donde el vino y la mojama se codeaban con las moscas y las ratas. Me gusta imaginar pendencias y duelos de embozados. Me gusta adivinar la actividad que se sucedió tras las ventanas de todas esas casas nobles que aún se yerguen, solemnes e imponentes, a lo largo de la geografía del barrio. Me gusta acercarme hasta la hondonada que la calle Portal dibuja delante de la Magdalena, uno de los primeros puntos por donde el Ebro asoma la nariz en tiempo de riada, y ver a los grupos de gitanos sentados en los bancos. Y me gusta pasar y dar las buenas noches, y marcharme despacio mientras el eco de sus cantos se funde en la distancia para después acercarme hasta el puente y contemplar las evoluciones de esas asquerosas mariposas tan feas que sólo viven unas horas y a las que la madrugada convertirá en una blanquecina alfombra que será pisoteada por los coches. Y me gusta, por fin, asomarme a la barandilla y ver cómo el agua enturbiada por la negrura de la noche sale de entre los pilares de los ojos partida en dos, impetuosa y vibrante como la rompiente producida por la proa de un barco. Y me siento un poco el rey del mundo, como di Caprio en el Titanic, pero sin novia rica y sin banda sonora de Celine Dion. Y me digo que en fin, que ser el rey del mundo debe estar muy bien, pero que tampoco está mal poder perderse de vez en cuando, a la luz de los faroles amarillos, por entre las calles de una ciudad como la mía.
#SafeCreative Mina Cb
Es bella mi ciudad a la luz de los faroles amarillos. Aunque haya quien sostenga que ese tinte cerúleo le da un cierto aspecto de París en la época de “El perfume”, o de Londres neblinoso de los años de Jack el Destripador.
Pero a mi me gusta, ahora, en verano, de noche y silenciosa, tan pétrea y evocadora. Me gusta disfrutarla lentamente, la vista encaramándose a balcones y fachadas blasonadas. Me gusta imaginar aquél pasado en que los suelos eran de tierra, y la villa era un recinto amurallado donde convivían, dicen que en armonía, que yo nunca he acabado de creérmelo, judíos, moros y cristianos en una insólita simbiosis que sin duda convenía a los tres bandos. Me gusta pensar en las antorchas encendidas de los vigilantes nocturnos, en las tabernas donde el vino y la mojama se codeaban con las moscas y las ratas. Me gusta imaginar pendencias y duelos de embozados. Me gusta adivinar la actividad que se sucedió tras las ventanas de todas esas casas nobles que aún se yerguen, solemnes e imponentes, a lo largo de la geografía del barrio. Me gusta acercarme hasta la hondonada que la calle Portal dibuja delante de la Magdalena, uno de los primeros puntos por donde el Ebro asoma la nariz en tiempo de riada, y ver a los grupos de gitanos sentados en los bancos. Y me gusta pasar y dar las buenas noches, y marcharme despacio mientras el eco de sus cantos se funde en la distancia para después acercarme hasta el puente y contemplar las evoluciones de esas asquerosas mariposas tan feas que sólo viven unas horas y a las que la madrugada convertirá en una blanquecina alfombra que será pisoteada por los coches. Y me gusta, por fin, asomarme a la barandilla y ver cómo el agua enturbiada por la negrura de la noche sale de entre los pilares de los ojos partida en dos, impetuosa y vibrante como la rompiente producida por la proa de un barco. Y me siento un poco el rey del mundo, como di Caprio en el Titanic, pero sin novia rica y sin banda sonora de Celine Dion. Y me digo que en fin, que ser el rey del mundo debe estar muy bien, pero que tampoco está mal poder perderse de vez en cuando, a la luz de los faroles amarillos, por entre las calles de una ciudad como la mía.
#SafeCreative Mina Cb
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