lunes, 1 de septiembre de 2014



LA DURACIÓN DEL AMOR

El amor es un poco como los vestidos: una elección a veces súbita y otras meditada.
Llega en ocasiones precedido de un fogonazo, zas, directo e impactante, que nos deja inmóviles, atónitos, embobados delante del escaparate, hipnotizados por un diseño hecho a nuestro gusto y a nuestra medida y que, para colmo, nos encaja con la personalidad y el presupuesto. Y que nos vestimos de inmediato y no nos quitamos ni para dormir. Y del que presumimos ante todo el mundo, llevándolo a las fiestas y al trabajo, y hasta a las reuniones de vecinos de la comunidad.
Otras, sin embargo, es el resultado de una minuciosa deliberación: necesitamos un vestido, visitamos varias tiendas, nos probamos distintos modelos y al final, y tras mucho darle vueltas, nos llevamos a casa, metido en una bolsa, aquél que se adapta más a la ocasión para la que lo hemos adquirido, momento en que lucirá espléndido sobre nuestros cuerpos. Porque para eso precisamente hemos invertido tanto tiempo en elegirlo.

No existen fórmulas matemáticas que determinen la duración de los vestidos. Hay quienes incluso se atreven a sostener que algunos pueden acompañarnos de por vida. Pero lo cierto es que no hay manera de saber si el hecho de usarlo más acabará por estropearlo antes o si la circunstancia de guardarlo demasiado tiempo en el ropero terminará por estropear el tejido a causa de las marcas del doblez, o incluso de un ataque de polillas. Pero lo que sí es inevitable es que el desgaste llegará más tarde o más temprano. Y que nos iremos cansando con el tiempo de sus colores cada vez más apagados, y de su diseño un tanto demodé, y de esos bolsillos en los que no nos cabe ni el teléfono móvil. Y de ese maldito bordado en el pecho que se nos va antojando tan hortera.
Y así, poco a poco, el vestido irá pasando más y más tiempo en el armario, arrugado en un rincón y de cualquier manera, hasta que llegue un día en que al descubrirlo en el transcurso de uno de esos zafarranchos de combate que siempre acompañan al cambio de estación, o bien nos dé un ataque de nostalgia y decidamos reincorporarlo a nuestro guardarropa, eso sí, después de un par de reformitas, o bien lo hagamos un rebullo y lo tiremos al cubo de la basura. O lo llevemos a una tienda de venta de artículos de segunda mano para que otra persona pueda aprovecharlo. Que esto también se hace mucho últimamente.
Y de ese modo el vestido habrá cumplido su labor. Y su marcha será la consecuencia lógica de un natural proceso evolutivo.

Pero... ¡Ay cuando el vestido nuevo se nos rasga de repente y no hay manera de recomponerlo…! ¡Ay cuando ese primor que acabamos de enfundarnos se desgarra larga y escandalosamente, y ni el mejor de los zurcidos es capaz de devolverlo a su estado original...! ¡Ay cuando la prenda se rompe sin que hayamos tenido tiempo de disfrutarla, de gastarla, de lavarla incluso…! Entonces la decepción, la rabia y la impotencia se apoderan de nosotros. Y colocamos el andrajo sobre la cama, intentando encajar de nuevo las piezas desunidas. Pero ya no es posible porque el jirón se ha deshilachado. Y aunque llegásemos a rehacerlo nunca quedaría igual. De modo que doblamos amorosamente la prenda y la guardamos en el cajón de las cosas adoradas, ese en el que reposan todos aquéllos objetos que esperan poder ser recuperados algún día, mientras que la percha sigue colgando de un rincón, ridícula, vacía, triste, como un huesudo espantapájaros que llena de añoranzas el armario.

#SafeCreative Mina Cb
(Imagen de la exposición "Dior y el impresionismo")

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