EL SINDIÓS DEL ARMARIO
Hay dos razones por las que no me gusta el invierno: la primera es porque se hace de noche a las cinco de la tarde, y la segunda y principal es porque se me va media vida en acicalarme: esto es, en verano se planta una un vestido indio, unas sandalias y un bolso de mercadillo y se echa a la calle en plan Joan Baez de los años del “No nos moverán”. Pero lo del frío es un rollo: camiseta, calcetines, botas, pantalones, jersey, chaquetón, guantes, bufanda, gorro… vamos, que tienes que llegar al curro media hora antes para que te dé tiempo de quitarte el suéter, desincrustarte los botines, arrancarte el vaquero que se te queda encajado en torno al tobillo y del que tienes que tirar como si aquello fuera la piel de una morcilla cruda, desembarazarte de accesorios térmicos varios, ponerte el uniforme y luego meter todo el utillaje en la taquilla, que a veces te da la impresión de estar siendo filmada para uno de esos programas de cámara oculta en los que el personal, además de aguantar que se le pitorree todo el mundo, tiene que escojonarse de risa al final del sketch porque si no los realizadores piensan que no tiene sentido del humor.
Claro que entre el vestido de Joan Baez y el uniforme de Edurne Pasabán afrontando un ochomil existe un tiempo muerto, una época innombrable en la que conviven leotardos y sandalias, abrigos y tirantes, viseras y polares. Me refiero a ese mal llamado entretiempo, que no es sino un sindiós indumentario en donde los armarios se convierten en un caos, un periodo en el que aún no hemos hecho el cambio de estación y nos resistimos a recoger la ropa de verano, aunque vamos sacando poco a poco del altillo las prendas invernales que, al no tener todavía plazas asignadas dentro del ropero, se van amontonando sin orden ni concierto sobre baldas, percheros, anaqueles, sillas, muebles zapateros o cualquier otra superficie. Y así, en tan sólo una semana, el armario se ha convertido en una especie de torre de babel indumentaria donde es imposible encontrar absolutamente nada, y donde las chancletas dormitan, una por cada lado, en el cajón de lencería mientras que el pareo cuelga, ridículo y deforme, de una de las perchas que hasta ayer utilizábamos para suspender los bolsos. Hasta que llega ese momento crucial en que, al fin, nos damos cuenta de que la semana que viene empieza octubre, de que los niños ya van a ir al cole por la mañana y por la tarde, de que la piscina cerró hace más de quince días, de que están empezando a instalar la iluminación navideña y de que, a lo mejor, y sólo a lo mejor, ya va siendo hora de que descolguemos el bikini del toallero del baño, de que vayamos al súper a encargar que nos guarden media docena de cajas vacías y de que dediquemos, aunque sea con un botellín de cerveza sobre la mesilla como yo lo hago, una tarde a la ineludible, depresiva y enojosa tarea de “dar la vuelta a los armarios.”
#SafeCreative Mina Cb
Hay dos razones por las que no me gusta el invierno: la primera es porque se hace de noche a las cinco de la tarde, y la segunda y principal es porque se me va media vida en acicalarme: esto es, en verano se planta una un vestido indio, unas sandalias y un bolso de mercadillo y se echa a la calle en plan Joan Baez de los años del “No nos moverán”. Pero lo del frío es un rollo: camiseta, calcetines, botas, pantalones, jersey, chaquetón, guantes, bufanda, gorro… vamos, que tienes que llegar al curro media hora antes para que te dé tiempo de quitarte el suéter, desincrustarte los botines, arrancarte el vaquero que se te queda encajado en torno al tobillo y del que tienes que tirar como si aquello fuera la piel de una morcilla cruda, desembarazarte de accesorios térmicos varios, ponerte el uniforme y luego meter todo el utillaje en la taquilla, que a veces te da la impresión de estar siendo filmada para uno de esos programas de cámara oculta en los que el personal, además de aguantar que se le pitorree todo el mundo, tiene que escojonarse de risa al final del sketch porque si no los realizadores piensan que no tiene sentido del humor.
Claro que entre el vestido de Joan Baez y el uniforme de Edurne Pasabán afrontando un ochomil existe un tiempo muerto, una época innombrable en la que conviven leotardos y sandalias, abrigos y tirantes, viseras y polares. Me refiero a ese mal llamado entretiempo, que no es sino un sindiós indumentario en donde los armarios se convierten en un caos, un periodo en el que aún no hemos hecho el cambio de estación y nos resistimos a recoger la ropa de verano, aunque vamos sacando poco a poco del altillo las prendas invernales que, al no tener todavía plazas asignadas dentro del ropero, se van amontonando sin orden ni concierto sobre baldas, percheros, anaqueles, sillas, muebles zapateros o cualquier otra superficie. Y así, en tan sólo una semana, el armario se ha convertido en una especie de torre de babel indumentaria donde es imposible encontrar absolutamente nada, y donde las chancletas dormitan, una por cada lado, en el cajón de lencería mientras que el pareo cuelga, ridículo y deforme, de una de las perchas que hasta ayer utilizábamos para suspender los bolsos. Hasta que llega ese momento crucial en que, al fin, nos damos cuenta de que la semana que viene empieza octubre, de que los niños ya van a ir al cole por la mañana y por la tarde, de que la piscina cerró hace más de quince días, de que están empezando a instalar la iluminación navideña y de que, a lo mejor, y sólo a lo mejor, ya va siendo hora de que descolguemos el bikini del toallero del baño, de que vayamos al súper a encargar que nos guarden media docena de cajas vacías y de que dediquemos, aunque sea con un botellín de cerveza sobre la mesilla como yo lo hago, una tarde a la ineludible, depresiva y enojosa tarea de “dar la vuelta a los armarios.”
#SafeCreative Mina Cb
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