¡AY… ESA PLAZA!
Atravesé el umbral cabizbaja. Temiendo lo peor. Creo que incluso iba recitando entre dientes el Jesusito de mi vida mientras veía, los ojos inundados en lágrimas, cómo las pequeñas gotitas resbalaban por entre el calado de las puntillas del vestido de cuadritos rosas y caían, húmedas y transparentes, sobre el impoluto suelo.
“¿¿¿Pero otra vez te han tirado a la fuente???”- rugió mi madre.
Yo no me atrevía a responder. En esos tiempos la pedagogía era una ilusión inalcanzable y todo lo que pudieras decir, como en las pelis americanas, podía ser utilizado en contra tuya. Así que asentí con la cabeza sin atreverme aún a levantar la vista mientras mi madre, resignada, me daba otro vestido y me decía: “No sé cuando vas a aprender a defenderte…”. Y a continuación yo salía corriendo hacia la plaza, seca, feliz y dispuesta a emprender nuevas aventuras: jugar a la comba, al marro, a la goma, al carabí carabá… y al churri, que me daba mucho miedo pero ahí estaba yo, con esos minivestidos que te dejaban al aire las bragas de punto que te había hecho la abuela sin que te importase un pito lo del escándalo público. Y es que para que te admitieran había que ser tan bruta como los chicos… o más.
Concurría en la Plaza de San Jaime una buena parte de la mocina que habitaba el casco viejo. Nos congregábamos en torno a la fuente del pez a eso de las cinco y cuarto, armados con nuestros bocatas de pan con chocolate o de chorizo. El pan se compraba en Gascón o en el horno de la Higuera y el chocolate, el chorizo o lo que se terciara en la tienda de ultramarinos de Jesús Rubio, donde la señá María, su legítima, se dedicaba a abroncar al pobre hombre delante de todo el mundo mientras colocaba en la balanza esas gruesas láminas de papel de estraza con que engordaría el importe de la cuenta del cliente. Allí había de todo; desde jabón hasta lentejas. Claro que los más exquisitos se podían acercar a Casa Briñas, donde el olor de las salmueras te recibía nada más pasar la puerta, o incluso a la pajarería del Siglo, que siempre tenía una tartera de arenques ante la fachada. Esa tienda nos encantaba a los chiquillos porque había pájaros de colores, conejos vivos, hámsters y a veces hasta loros Y porque olía raro. Y el suelo estaba sembrado de cascarillas de alpiste y de mijo. A mí me gustaban sobre todo esos palitos grises, pequeños cilindros de pasta que se utilizaban, creo, para alimentar a los conejos y que se deshacían al pisarlos, ras, ras… dejando un rastro de polvo granulado sobre el piso. Nunca me atreví a probarlos, pero me daba la sensación de que el sabor tenía que ser similar al de los palos que salían en los bozos de pipas que vendía la Chacha, que entonces era una viejecita vestida de negro que estaba siempre metida en ese kiosko cuadrado que tenía una ventanita desde la que se veían asomar las golosinas, las cuales a mí me estaban prohibidas excepto los domingos, y que algunos de los vecinitos consumían con regularidad. Eso y los bollos de nata de la Copeleche, que eran lo más parecido al paraíso que un niño podía imaginar. Había también un almacén de huevos, y una tienda de flores, y una agencia de viajes de cuyo techo colgaba un avión de plástico, que subsistía sobre todo de la venta de viajes a Mallorca para los recién casados, porque entonces el trivago y el low coast no existían ni en los proyectos de la Nasa. Y la perfumería de Echarte con sus flores de plástico. Y el suntuoso escaparate de almacenes Melero (almacenes… qué palabra), donde se exhibían las últimas novedades tecnológicas de la época, como las ollas Magefesa, esos misteriosos engendros que a las madres de algunas de mis amigas les daban tanto miedo porque, según se decía, podían explotar…
Y para terminar, el estanco de Melchor, que hacía honor a su nombre y en Navidades llenaba sus estanterías de reyes magos, portales, bolsas de musgo y nieve, ovejitas, pastores, fuentes, castillos y guirnaldas… que se nos compraban a los chavales como recompensa si habíamos salido bien parados de los exámenes del primer trimestre, y que llenaba la plaza de vida durante la época más fría del invierno, asemejándola un poco a esa Plaza Mayor de Madrid en donde Chencho, el de la gran familia, se le había escapado al pobre Pepe Isbert la tarde de Nochebuena… Y que nos hacía sentirnos importantes porque todos los habitantes de la comarca venían hasta aquí, a comprar espumillón y figurillas, mientras las zambombas sonaban a lo lejos y el escamoso y blanquecino pez seguía proyectando sobre el fondo nocturno el arco inacabable y transparente de su chorro de agua, que caía sobre la poza, haciendo círculos concéntricos, más y más grandes, hasta llegar al borde y resbalar por entre las rejillas del desagüe.
¡Ay… esa plaza!
#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Jesus Marquina Arellano
Atravesé el umbral cabizbaja. Temiendo lo peor. Creo que incluso iba recitando entre dientes el Jesusito de mi vida mientras veía, los ojos inundados en lágrimas, cómo las pequeñas gotitas resbalaban por entre el calado de las puntillas del vestido de cuadritos rosas y caían, húmedas y transparentes, sobre el impoluto suelo.
“¿¿¿Pero otra vez te han tirado a la fuente???”- rugió mi madre.
Yo no me atrevía a responder. En esos tiempos la pedagogía era una ilusión inalcanzable y todo lo que pudieras decir, como en las pelis americanas, podía ser utilizado en contra tuya. Así que asentí con la cabeza sin atreverme aún a levantar la vista mientras mi madre, resignada, me daba otro vestido y me decía: “No sé cuando vas a aprender a defenderte…”. Y a continuación yo salía corriendo hacia la plaza, seca, feliz y dispuesta a emprender nuevas aventuras: jugar a la comba, al marro, a la goma, al carabí carabá… y al churri, que me daba mucho miedo pero ahí estaba yo, con esos minivestidos que te dejaban al aire las bragas de punto que te había hecho la abuela sin que te importase un pito lo del escándalo público. Y es que para que te admitieran había que ser tan bruta como los chicos… o más.
Concurría en la Plaza de San Jaime una buena parte de la mocina que habitaba el casco viejo. Nos congregábamos en torno a la fuente del pez a eso de las cinco y cuarto, armados con nuestros bocatas de pan con chocolate o de chorizo. El pan se compraba en Gascón o en el horno de la Higuera y el chocolate, el chorizo o lo que se terciara en la tienda de ultramarinos de Jesús Rubio, donde la señá María, su legítima, se dedicaba a abroncar al pobre hombre delante de todo el mundo mientras colocaba en la balanza esas gruesas láminas de papel de estraza con que engordaría el importe de la cuenta del cliente. Allí había de todo; desde jabón hasta lentejas. Claro que los más exquisitos se podían acercar a Casa Briñas, donde el olor de las salmueras te recibía nada más pasar la puerta, o incluso a la pajarería del Siglo, que siempre tenía una tartera de arenques ante la fachada. Esa tienda nos encantaba a los chiquillos porque había pájaros de colores, conejos vivos, hámsters y a veces hasta loros Y porque olía raro. Y el suelo estaba sembrado de cascarillas de alpiste y de mijo. A mí me gustaban sobre todo esos palitos grises, pequeños cilindros de pasta que se utilizaban, creo, para alimentar a los conejos y que se deshacían al pisarlos, ras, ras… dejando un rastro de polvo granulado sobre el piso. Nunca me atreví a probarlos, pero me daba la sensación de que el sabor tenía que ser similar al de los palos que salían en los bozos de pipas que vendía la Chacha, que entonces era una viejecita vestida de negro que estaba siempre metida en ese kiosko cuadrado que tenía una ventanita desde la que se veían asomar las golosinas, las cuales a mí me estaban prohibidas excepto los domingos, y que algunos de los vecinitos consumían con regularidad. Eso y los bollos de nata de la Copeleche, que eran lo más parecido al paraíso que un niño podía imaginar. Había también un almacén de huevos, y una tienda de flores, y una agencia de viajes de cuyo techo colgaba un avión de plástico, que subsistía sobre todo de la venta de viajes a Mallorca para los recién casados, porque entonces el trivago y el low coast no existían ni en los proyectos de la Nasa. Y la perfumería de Echarte con sus flores de plástico. Y el suntuoso escaparate de almacenes Melero (almacenes… qué palabra), donde se exhibían las últimas novedades tecnológicas de la época, como las ollas Magefesa, esos misteriosos engendros que a las madres de algunas de mis amigas les daban tanto miedo porque, según se decía, podían explotar…
Y para terminar, el estanco de Melchor, que hacía honor a su nombre y en Navidades llenaba sus estanterías de reyes magos, portales, bolsas de musgo y nieve, ovejitas, pastores, fuentes, castillos y guirnaldas… que se nos compraban a los chavales como recompensa si habíamos salido bien parados de los exámenes del primer trimestre, y que llenaba la plaza de vida durante la época más fría del invierno, asemejándola un poco a esa Plaza Mayor de Madrid en donde Chencho, el de la gran familia, se le había escapado al pobre Pepe Isbert la tarde de Nochebuena… Y que nos hacía sentirnos importantes porque todos los habitantes de la comarca venían hasta aquí, a comprar espumillón y figurillas, mientras las zambombas sonaban a lo lejos y el escamoso y blanquecino pez seguía proyectando sobre el fondo nocturno el arco inacabable y transparente de su chorro de agua, que caía sobre la poza, haciendo círculos concéntricos, más y más grandes, hasta llegar al borde y resbalar por entre las rejillas del desagüe.
¡Ay… esa plaza!
#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Jesus Marquina Arellano
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