lunes, 8 de marzo de 2021


OCHO DE MARZO: VA POR ELLAS

Mi madre se vino del pueblo a servir con catorce años. Era el cuarenta y ocho y ya venía harta de ir al campo y cuidar a sus hermanos. Estuvo primero en una casa donde tuvo sus más y sus menos porque el dueño le tocaba el culo y se largó a otra en la que pegó con buena gente. Una familia de comerciantes que la trataron como a una hija y le regalaron, cuando los dejó para casarse, tal cantidad de vajilla que aún hoy anda desperdigada por mi casa y las de mis hermanos.
Al término de esta etapa de sirvienta, y tras haber tenido unas palabras con un cura que trató de propasarse con ella, mi madre y mi padre se embarcaron en la aventura de formar una familia al tiempo que ponían un negocio en marcha. Para entonces ella ya andaba fastidiada de la pierna derecha. A los 22 años, un coche en el que iban varios señoritos y alguna chica de vida alegre del Plata, la atropelló en la Avenida de Zaragoza, clavándole el guardabarros en el muslo (imaginen un vehículo del año 56) y dejándole una herida de la que se resintió toda su vida, pese a lo cual, salvo cuando, ya de mayor, fue atacada por la ciática, jamás la vi postrada. Es más, algunos días, ya jubilada, cuando se levantaba con dolor, decía: “Que se gibe la pierna”, y se largaba al huerto andando.

A lo que iba.

Mi padre tenía por aquel entonces un taller de tapicería en el que ambos trabajaban. Mi madre le ayudaba y al cabo de un tiempo vio lo que ahora se llama un “nicho de negocio” y pensó que sería buena idea intentar vender telas para hacer cojines o tapetes. Se lo planteó a su marido, que le dijo que adelante, y se metió sola en un tren rumbo a Zaragoza con el dinero encima. Volvió con sus telas y su sueño y acertó. Tanto que al cabo de un tiempo tuvo que buscar un local en una zona más animada para emprender su propio negocio. Que fue tan bien que un día mi padre pudo cerrar el suyo y olvidarse de los ataques de tos que le provocaban el polvo y los barnices de su taller de tapicero.

Y así vivieron ambos, trabajando y respetándose. Y apoyándose el uno en el otro, tanto en el negocio como en casa. Y educando a sus hijos lo mejor que supieron hasta que, uno tras otro, abandonaron el nido y ellos se quedaron solos, como al inicio, pero con una situación más desahogada. Y salían a pasear cada día, cogidos de la mano, hasta que papá empezó con eso del Alzheimer y mamá se convirtió de nuevo en madre, y le llevaba bollitos a la residencia, y lo cogía de la mano mientras él balanceaba el pie sobre el pedal de su máquina de coser imaginaria. Hasta que un día se fue, y mamá se quedó desorientada, y cometió muchos de los errores que cometen los viejos cuando están perdidos y notan que la vida ya no tiene nada que ofrecerles. Y a causa de estos errores nos enfrentamos, aunque sin dejar jamás por ello de querernos. Más que nada porque yo siempre supe, en el fondo de mi corazón, que si mi madre hubiera nacido en estos tiempos hubiera sido como yo. Porque era una guerrera. Porque nunca se rindió, ni siquiera cuando le dieron el diagnóstico de las tifoideas (a finales del siglo XX y en un lugar como Tudela, el médico flipaba) y las pasó al pie del cañón, y sobrevivió como podía haberse muerto. Ni con lo del accidente ni cuando mi hermano estuvo de pequeñito tan enfermo. Ni cuando yo enganché la anorexia y me planté en 38 kilos con 18 años (unos padres de posguerra viendo que su hija se dejaba morir de hambre). Ni cuando le confesé, a sus 83, creo, antes de publicar el cartón, que iba a contar en un libro que había sufrido abusos de pequeña. Incluso entonces creo que hubiera querido ser como yo, aunque sé con certeza que jamás se arrepintió de ser como era.

Es por ello, por ella, por ellas, por todas las mujeres bellas y valientes como ella, por lo que sigo persiguiendo la igualdad. Por eso y porque mi padre me demostró que el hombre no es un adversario sino un cómplice. Un amigo. Un compañero de travesía. Y porque estoy convencida de que esto del feminismo no es una batalla.

Es una actitud.

 

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