CAMINOS SIN RETORNO
Antes mi madre hablaba de la vida y del trabajo. De las vecinas y sus hijos y sus padres. Del pobre Fulanito, que se había muerto de repente con solo cincuenta años. De cómo crecían las plantas en el huerto. De sus nietos y de su infancia en el pueblo. Antes mi madre me escuchaba cuando iba a visitarla. Me daba su opinión y comentábamos mis cosas y la suyas. Interactuábamos, que se dice ahora. Respetaba mi turno y no metía cuñas. Ni volvía a lo suyo en cuanto le tocaba responder.
Al final no. Al final solo hablaba de los médicos. Del Sintrom y de la próxima consulta. De que llamaba al ambulatorio para pedir cita y no le cogían el teléfono. De que se quería comprar un andador. Para entonces hacía meses que ni mencionaba las broncas con sus amigas, esas que se echó cuando empezó a salir tras la muerte de papá y antes de quedar prisionera en su salón.
Lo de papá fue otra cosa. La cabeza se le empezó a ir de repente y se saltó esa etapa de hablar de ambulatorios y pastillas. Se perdió en su universo de clavos y martillos y nunca más supimos lo que pasaba por su mente. No había forma de saber si sufría, salvo algunas veces por su expresión de hastío y de fatiga, que era como una queja susurrada a la nada: “Un día más aquí”. Y es por eso que no sé qué es peor: si olvidarse del mundo y encerrarse en un universo imaginario que nos conduce poco a poco hacia la infancia hasta hacernos desaparecer en el pasado como en el caso de papá, o bien una progresiva e irrevocable marcha hacia la invalidez y la dependencia de la química que nos llevará al mismo lugar, pero con total consciencia de nuestro deterioro.
Quizá mamá lo sabía y decidió saltárselo. Y la mañana del 18 de diciembre del pasado año tuvo un accidente. Y la noche del 22 al 23 se fue. O tomó un atajo, que es lo que yo decía. Se fue en unas horas, antes del andador y luego de la silla de ruedas y luego de la cama. Porque quería estar con papá y conocía el camino, largo y doloroso, que la separaba de él. Y aquella madrugada sin Covid ni mascarillas se durmió para siempre, como ella había querido, con uno de sus hijos a su lado, sin reanimaciones ni quirófanos ni tubos de colores. Con la dignidad de quien decide que ha cumplido y la hora le ha llegado. Nos lo había pedido, meses antes, cuando lo del Sintrom: “No quiero que me mantengáis con vida”- dijo. Y así fue. Tal vez por eso el médico, cuando el día del accidente habló conmigo, se mostró tan sorprendido ante mi determinación: “¿No vas a hablar con tus hermanos?”- dijo. Y yo respondí que no hacía falta, que era su voluntad y todos lo sabíamos. Unos minutos antes, cuando el doctor examinaba a mi madre, le preguntó, señalándome- “¿Esta quién es?”. “Mi hija la pequeña”- dijo. “¿Cómo se llama?”- la interpeló el doctor. “”Inmaculada”- fue la respuesta. “¿Dónde trabaja?”- preguntó de nuevo el médico.
Mi madre guardó silencio y en su cara apareció esa expresión que utilizaba cuando intentaba recordar dónde había dejado las tijeras. Se mantuvo un rato meditando, apretó los labios y al fin dijo:
“¿Sabe, doctor? A mi hija, lo que de verdad le gusta, es escribir”.
Fueron las últimas palabras que le oí decir de mí.
#SafeCreative Mina Cb
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