OTOÑO
Me
gusta el otoño.
Mucho
más que la primavera, tan florida, tan exuberante, tan escandalosa ella. Me
gusta el otoño por su aire modesto y recogido, casi monacal. Me gusta sentirlo
aproximarse cada año con su paso quedo, con su rostro tiznado de grises y
amarillos, con esa apariencia de hombre sabio que viene de cumplir con una vida
y se encamina dulcemente hacia la última estación de su existencia.
Me
gustan sus mañanas frescas de chaqueta y sus atardeceres jubilosos y
brillantes. Me gustan los rayos de sol que se filtran entre las hojas ocres y
rojizas y pintan los árboles de mil tonos distintos. Me gustan sus bayas
coloridas y discretas, esas bolitas negras, púrpuras y granas con las que se
elaboran los licores que confortarán al espíritu durante los rigores del
invierno. Me gustan las erizadas cáscaras de las castañas, que caen al suelo
abriéndose en dos y dejando al descubierto su brillante fruto, y las tímidas
setas solitarias que dormitan tras los troncos de los árboles, o que se
exhiben, temerarias porque van en grupo, formando pequeñas isletas en las
laderas de los caminos. Me gustan los regueros viscosos que los caracoles dejan
a su paso, y los juegos atropellados de las camadas de gatitos silvestres que
aparecen por doquier y que me miran entre interesados y huidizos cuando me
acerco para intentar acariciarlos. Me gusta
cuando el viento desprende las hojas en diagonal, cobrizas siluetas
lanceoladas dibujándose en el cielo de la tarde. Me gusta incluso la ciudad,
fauna urbana mutable, abrigos y tirantes, chaparrones, carreras, soleadas
terrazas, atardeceres calmos mirando escaparates.
Me
gusta esa sensación de hallarse en tierra de nadie, esa tregua que nos aleja de
los excesos del estío y nos sirve de entrenamiento para superar con éxito las
tristes, próximas y frías jornadas invernales.
Me
gusta el otoño.
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