EL
ÚLTIMO DÍA
Las
últimas semanas habían sido duras. Muchísimo. Desde el momento en que lo supo
se hallaba inmerso en un estado de ánimo en que se mezclaban la angustia y la
euforia, la tranquilidad y la impaciencia, la imprudencia y la más absoluta
sensatez. Y ese deseo a veces irrefrenable de proclamarlo a los cuatro vientos,
de mandar todo al carajo, de poner las cosas en su sitio de una vez.
Hasta
que llegó el gran día.
Se
levantó con el alba y callejeó hasta la hora de apertura de los bancos. Había concertado
una cita con el director de al sucursal. Canceló la hipoteca y el préstamo del
coche y anunció su intención de retirar hasta el último céntimo. El banquero le
ofreció regalos, intereses preferentes, tarjetas gratuitas, acciones a bajo
coste… En fin, todas aquellas cosas que jamás le había propuesto a lo largo de
los más de veinte años en que su apartamento y él habían formado pareja de
hecho con la institución.
Cumplido
este primer trámite se dispuso a afrontar el segundo: se presentó media hora tarde en el almacén
donde trabajaba desde que era un crío y del que le habían despedido varias
veces para no tener que pagarle antigüedad. Era la primera vez
que no llegaba puntual pero eso no fue excusa para que su jefe le montase una
bronca fenomenal. Se puso el buzo en silencio y comenzó la jornada. Fue
preparando los pedidos al tuntún, como le parecía, mezclando unos con otros.
Atendió a los clientes con arreglo al trato que éstos le dispensaban, esto es,
era correcto con unos, desagradable con otros y borde con quienes lo merecían. Esto
sorprendió a ciertos individuos que acostumbraban a que el chaval aguantase sus
impertinencias sin mover un músculo. Mientras tanto su jefe se ocupaba de
atender el teléfono encerrado en la oficina. Cuando salió montó en cólera. Su
empleado discutía acaloradamente con un mayorista y además estaba colocando los
palets de cualquier manera, sin orden ni concierto. Comenzó a gritar como un
poseso y le dijo que una vez terminada la jornada se quedaría a organizar aquél
desastre. Eso o lo ponía en la calle por conducta negligente.
Continuó
su labor en silencio, sacando mercancía de su sitio para meterla en el lugar
equivocado. A media mañana llegó un cliente especialmente impertinente. Él
pensó que vaya suerte había tenido de coincidir con él precisamente aquél día.
Bajó de la máquina para atenderlo y cuando el hombre se dirigió a él con su
habitual grosería le entregó los guantes y le contestó que si quería la
mercancía o bien se la pedía con educación o bien podía ir preparándosela él.
Se lo dijo mirándole a los ojos, sin levantar la voz, su nariz pegada a la del
otro. Ese hombre le había insultado durante años y nuca jamás le dijo nada
porque era un cliente de peso, tenía mucha pasta y, ya se sabe, a la gente con
pasta se le perdona todo.
El
individuo se dirigió a la oficina hecho una fiera y volvió acompañado del jefe,
que no podía creer lo que estaba pasando. Tal era el griterío que el empleado
de seguridad se presentó en el recinto justo en el momento en que el empresario
estampaba un puñetazo en la cara de su subordinado, rompiéndole la ceja y
provocando una hemorragia. El chaval se quitó el buzo y los guantes, los puso
en las manos del energúmeno que hasta ese momento había sido su pesadilla y su
sustento, lo llamó cabrón de mierda y salió a zancadas del almacén, ahora
convertido en un caótico bazar.
El
guardia de seguridad corrió tras él intentando hacerle entrar en razón.
-No
seas loco, tío- le dijo- mira que a nuestra edad lo de encontrar otro curro
está muy chungo… Vuelve y pídele disculpas, tío… Tú eres un profesional… Todo
puede arreglarse.
Se
encaró con su amigo y soltó una carcajada:
-¿Te
acuerdas del boleto del Euromillón del mes pasado? ¿Ese que sellaron el la
administración de la plaza y de cuyo propietario nadie sabe nada? Pues era yo,
tío… Y esta mañana por fin me lo han pagado.
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