AL FIN
SOLOS
No le
sorprendieron sus palabras. En absoluto. Llevaba meses oliéndose algo raro; él
no era ni de lejos el hombre atento y dulce al que había conocido tiempo atrás
y que, ella fue consciente desde el primer momento, la amaba con locura. Y en cuanto
a la otra, siempre supo de su existencia y del interés que tenía hacia su
hombre, pero confió primero en la promesa de él de mantenerla a raya y segundo
en que la intrusa acabaría cansándose más tarde o más temprano.
Pero la
rival era constante y un tanto oportunista y aprovechó bien esos meses que ella
tuvo que pasar en el extranjero a causa de un asunto laboral y durante los
cuales fue sintiendo cómo la adoración de su compañero se iba disipando poco a
poco, y cómo la evitaba, y cómo sus llamadas eran cada vez más escasas y más
cortas.
Cuando
se enteró la llamó por teléfono para pedirle explicaciones. La otra le
respondió que la culpa era de ella, que era una egoísta que no pensaba más que
en su trabajo y que si se hubiera quedado en casa nada hubiera sucedido, porque
él, le remachó, la amaba con locura. Pero estaba un poco harto de sus idas y
venidas. Y necesitaba distraerse un poco. Le dijo que su intención no había
sido en ningún momento la de separarlos, pero que se pusiera en su lugar: lo
quería y había luchado por él hasta conseguirlo. Ya se sabe, terminó, que todo
es válido en el amor y en la guerra.
Cuando llegó a casa su cuerpo colgaba de la lámpara
del pasillo. Sobre la mesa de la cocina había un sobre con dos cartas: una para
él y otra para ella. Se la entregó después del funeral, en un café. Le había
pedido que por favor no asistiera a las exequias.
Nunca
más quiso volver a verla.
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