LA SACA
DEL CARTERO
Iba de
gris y con gorra y recorría las calles a pie, la saca en bandolera, siempre
inclinado para contrarrestar el peso y rodeado de un aire entre marcial y
jubiloso. Marcial por el uniforme, que le otorgaba un aspecto un tanto intimidatorio,
y jubiloso por todas las palabras, los deseos, los anhelos que dormían, como el
arpa de Béquer, en el fondo de su saca, esperando la mano que abriese la solapa
del sobre, desplegase el papel y se entregase a la lectura de uno de esos
mensajes manuscritos, emborronados y a veces sucios de lágrimas, de tizne de la
cocina de carbón, de grasa del chorizo del bocadillo de la merienda…
Era el
cartero un mago urbano, un portador de buenas nuevas, el mensajero bonachón al
que esperábamos cada día con anhelo: abrir la puerta y ver los sobres boca
abajo, inertes y blancos en el suelo, era el comienzo de una gran aventura. Salvo
los previsibles mensajes del banco que venían encerrados en unos antipáticos
sobres con ventanita, el resto eran enigmas. A veces llegaban de lejos, como
aquéllos que me enviaba mi amiga Elisabeth, que se había ido a Australia, y que
eran fácilmente identificables por las rayitas en colores que adornaban el
perímetro y por el dibujo del avión. O los de mi contacto de la clase de
francés, una chica llamada Maïté, que utilizaba papel azul con dibujos y que me
contaba unas andanzas amorosas que yo nunca acababa de entender, no sé si a
causa del idioma o porque entonces las españolas estábamos a años luz de las
mentalidades europeas. Otras veces, como en Navidad, los mensajes viajaban en
envoltorios más pequeños con grandes solapones cortados en zigzag que contenían
tarjetas llegadas de todos los rincones del país. Eran los tiempos de las
familias de emigrantes, y de las tías analfabetas que escribían Felid Navidaz y
firmaban con iniciales muy grandes.
En ocasiones lo que recibíamos eran sobres
color sepia, que eran como una subespecie y cuyo remitente era siempre difícil
de aventurar, porque utilizar un sobre sepia era cosa de colectas parroquiales
y no de correspondencia postal.
Más tarde empezaron a llegar las cartas de
aquel medio novio que vivía lejos y al que sólo veía en vacaciones, y que yo
escondía lo antes posible de la vista de los demás.
Pero
mis favoritas fueron siempre las cartas de mi amiga Juani, que se fue al Sur
cuando teníamos catorce años y de la que me separé en la plaza, una noche de
verano después de una verbena, llorando las dos como si el mundo estuviera a
punto de acabarse y prometiéndonos que nunca dejaríamos de ser amigas. A partir
de entonces y durante más de veinte años nos mantuvimos juntas en la saca del
cartero, unidas por el cordón umbilical de la bandolera que colgaba de su
hombro dolorido, intercambiando una infinita serie de cartas inacabables,
compartiendo ilusiones y dolores, haciéndonos ese tipo de confidencias que sólo
es posible hacerse por escrito, manteniendo la llama de un afecto que la
distancia no hizo sino reforzar.
Y de
ese modo, el día que por fin pudimos vernos fue como si nunca nos hubiésemos separado,
como si esos veintitantos años que nos habían sembrado de arrugas la mirada no
hubiesen sido sino un segundo para nuestros corazones.
Como si
el tiempo entre nosotras se hubiera detenido aquella noche de verano.
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