PREGUNTAS
DE HUMO
No
desaparecían. Las preguntas nuca desparecían si no era tras haber hallado una
respuesta. Era como el Principito, que una vez que había planteado una duda
nunca quedaba satisfecho si ésta no era resuelta. Y la repetía una y otra vez,
hasta el agotamiento, o hasta que al fin se daba cuenta de que nadie le iba a
responder. Y es que no concebía que hay en la vida preguntas que quedan sin
respuesta. Y que la única estrategia para sobrevivir a la angustia producida
por las dudas es la de olvidar esas cuestiones para siempre, la de expulsarlas
del cerebro y dejar que se disipen en la atmósfera y se alojen el ese punto
lejano e ignoto en donde habitan todos los grandes enigmas de la humanidad.
Él, sin
embargo, no conseguía deshacerse del halo de las dudas. Es más, cada vez que
hacía una pregunta las palabras salían de su boca en forma de un interrogante
de humo, y la única forma de que la ondulada columna se deshiciera para siempre
era chocar con las volutas correspondientes a la respuesta esperada. Y así,
cada cuestión sin resolver se sumaba a la anterior, y se iba viendo rodeado de
una cortina de espirales de humo que llegó a impedirle la visión, y que no se
deshacía con el viento, ni con la lluvia, ni con aerosoles químicos.
Hasta
que llegó un momento en que su existencia se hizo insoportable, y un día abrió
de par en par las ventanas de su casa para dejar que todas sus dudas se
arrojaran al vacío y lo liberasen, de
una vez y para siempre, de esa insoportable maraña de densas, cenicientas, enigmáticas
volutas de humo.
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