LA HORA
DE LA VERDAD
Estaba
profundamente dormida cuando él llegó. No se apercibió de su presencia hasta
que sintió sus manos dibujando circulitos alrededor de su ombligo, la deliciosa
línea que conduce hacia el pubis y que a ella tanto le gustaba que le acariciasen.
Sintió
desde el primer momento el sospechoso aroma, pero era tal la ternura de sus
dedos, hacía tanto tiempo que no la hacía sentir de esa manera, que se dejó
llevar sin una sola queja. Él continuó, una interminable serie de caricias,
como al principio, cuando eran novios y conseguían escaparse juntos y pasaban
la noche besándose, tocándose, haciéndose el amor y luego durmiéndose en brazos
uno del otro para experimentar, de madrugada, el inmenso placer de despertarse
al contacto de unas manos, con la piel encendida, el vello erizado, el cuerpo
expectante… Luego ya llegaron los años de vida en común con su rutina, sus
niños, sus hipotecas y sus movidas… Y apenas nada de tiempo para el disfrute
del otro. Y la agonía de los siete últimos meses, después del comienzo del año,
con ese cambio suyo, esa decisión que había transformado sus vidas, que los había
conducido poco a poco al borde de la ruptura: su ansiedad, su irritabilidad,
todas esas manías que había adquirido de repente; esa obsesión por levantarse
los domingos al punto de la mañana e irse a hacer deporte. Y lo huraño que se
estaba volviendo: desde el momento en que comenzó todo, había ido recortando
todas sus salidas hasta convertirse prácticamente en un ermitaño. Ya no quedaba
con sus amigos en la peña para ver los partidos, ya no salían los sábados a
tomar unas cañas, ya no se acercaban los domingos por la mañana al centro a
sentarse en una terraza a comer calamares y croquetas… Y casi mejor, porque cuando
alguien los invitaba él acababa enfadándose por cualquier tontería y montando
tal bronca que, fiablemente, ella tenía que echar mano de toda su diplomacia,
cogerlo por el brazo y llevárselo a casa.
Las
manos de él la enlazaban ahora por la espalda, dulce, delicadamente, buscando
la posición que a ella más le gustaba mientras le mordía el cuello y le
susurraba al oído “Te quiero, te quiero… Se acabó, te lo juro, se acabó todo”.
Ella
buscó su boca para silenciarla con un beso y se dejó llevar… como al principio…
lenta, silenciosamente, sin pensar el las luces parpadeantes del reloj que le
anunciaban, maliciosas, que aquella iba a ser una mañana horrible en el
trabajo.
Cuando
al fin se separaron, él la miró a los ojos con cierto temor y le dijo:
“Lo
siento mucho, cariño. He roto mi promesa. Esta tarde, después del trabajo, he
salido con un par de amigos. Nos hemos tomado unas cañas y, en fin, estábamos
tan a gusto… ha sido como antes de empezar toda esta pesadilla: las bromas, las
anécdotas de la mili, las discusiones de fútbol…. una cosa ha llevado a la
otra… Hemos ido a casa de Enrique, ya sabes lo que pasa allí… cómo son, cómo se
ponen de cabezones. En fin, el alcohol, el ambiente, la charla… al final no he
podido resistirlo. Tanto me ha insistido su hermana que no me ha quedado otro
remedio que decir que sí… sólo por darle gusto. Pero el caso es que al primero
ha seguido el segundo, y al segundo el tercero…
Y
bueno, que he acabado fumándome medio paquete.”
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