lunes, 10 de octubre de 2022


 

SIETE VIDAS

Creo que ya os he hablado de él en otras ocasiones. Se llama Robin y llegó a mi vida de forma accidental, como todos los animales que he tenido. Venía de plantarle cara a un perro muy gallito, fanfarronada que le había costado una pata quebrada que le impide trepar. Menos mal, porque si no, con sus cerca de diez kilos, no hubiera pasado un día en que yo hubiese podido terminar la comida sin bajarlo treinta veces de la mesa. Al poquito de instalarse en casa empezó a tener problemas de salud: piedras en el riñón, infección en las encías... En fin, que sin comerlo ni beberlo me convertí en una experta enfermera gatuna que lo mismo ponía una inyección que administraba fármacos por vía oral. De eso hace unos diez años. De eso y del diagnóstico en plan a este felino le quedan dos telediarios. Y de la prescripción de un pienso que vale un potosí (pide al dios de los gatos que no me quede sin trabajo para poder seguir pagándote estos lujos, le digo muchas veces cuando nos miramos a los ojos, acurrucados los dos en el sofá) Diez años de esa temporada de decir: pues bueno, qué vamos a hacerle, viviremos felices el tiempo que nos quede. Diez años del cepillado y la administración de malta como primera tarea todas las mañanas cuando me levanto de la cama. Diez años del arenero en el balcón abierto y la gatera para el invierno y el otro día lo hizo. Ya me tenía un poco mosca desde aquella noche en que al volver a casa lo vi con medio cuerpo metido entre los barrotes y pensé: ahora si cabe. Porque claro, por muchas siete vidas que tenga, todo ese cúmulo de diagnósticos que arrastra creo que ya han consumido por lo menos cinco, y en esta sexta (la séptima jamás) van ganando terreno la enfermedad y el tiempo y ya no es ese gatazo capado de los mejores años, cuando ni de coña se podía escurrir entre los barrotes. Y por por eso quizás, o quizás también porque sabe que sus días van tocando a fin, quiso lanzarse hacia la libertad. Y a traición y de noche, como los bohemios, de modo que yo no lo descubrí hasta la mañana del domingo. Me levanté y no estaba. No estaba por ninguna parte. Tampoco en el balcón. Y sentí esa angustia que nunca había sentido de quien sabe que puede haber perdido a su compañero de tardes de sofá. Me sorprendió que hubiera podido desplazarse y que tras saltar desde el balcón su pata trasera quebrada no lo hubiera dejado inmóvil en el suelo. Pensé en qué porquerías había podido comer por la noche, en ese pienso que me cuesta un riñón para proteger su ídem. Y conforme la búsqueda sin éxito avanzaba empecé a imaginar el coche, la pelea gatuna... incluso alguien que se hubiera prendado de él y se lo hubiese llevado a casa. Que lo cuiden, decía. Si alguien se lo ha llevado que lo cuiden.

Apareció donde menos esperaba. Lo divisé a lo lejos, delante de un portal, al sol, plácidamente. Lo llamé y él me miro con calma. No se puso en pie ni empezó a dar saltos ni agitó la cola como un perro ni maulló. Simplemente se dejó coger en brazos como un niño, su cabeza en mi hombro.

He tenido que volver a poner la malla en el balcón. No lo voy a cerrar. No voy a negarle la oportunidad de ser libre si eso es lo que desea. Después de más de diez años de absoluta incondicionalidad, de inyecciones, veterinarios y piensos adaptados, ayer por la mañana, cuando lo vi tomando el sol, me di cuenta de que Robin no me necesita. De que los animales no nos necesitan.

Es más bien a la inversa.

#SafeCreative Mina Cb 

No hay comentarios:

Publicar un comentario