martes, 8 de febrero de 2022


 

EL SUFRIMIENTO ADOLESCENTE

Hace algunos días, un lector ironizaba en mi muro con el tema del suicidio juvenil: “No me creo que estén todo el día tirándose de la ventana abajo”, decía, como si echase de menos la experiencia de ver a un chaval reventándose la cabeza contra el suelo ante sus ojos, y sin duda avalado por una experiencia vital que ha transcurrido lejos de la enfermedad mental.

Han sido él, y Patricia Urzáiz, quienes me han echo erigirme en conferenciante por un día (perdón, por tres), y contaros un poco esa historia de mierda que todos guardamos en lo más profundo del armario. Historia que ya reflejé en mi proyecto editorial “Los cuentos de mi niña”, libro que salió al mercado hace tres años, creo, y del que aún deben de quedar algunos ejemplares en “Letras a la Taza”.

Allá voy:

A eso de los dieciséis, y a raíz de una serie de circunstancias que ahora ni me quitarían el sueño, me dejé caer por el abismo de la anorexia. Un “Vaya culo estás echando” fue el detonante de un cargador que andaba ya muy lleno. Yo entonces pesaba unos 50 kilos y eso fue poco antes de Fiestas. Pues nada, me dije, me pongo a dieta y me quito algún kilito. Suprimí grasas, dulces y tal, como aconsejaban las “revistas femeninas”, y en Septiembre estaba ya en 45. Pero claro, las revistas esas no dicen nada de cuándo hay que parar, y una adolescente no lo sabe... O sea que me dije que perder algo más no podía hacerme daño, y kilito a kilito me planté en los 38 en Marzo del año siguiente, con los que hice un Javierada desde Tudela a la que no sé ni cómo sobreviví. Para entonces, el monstruo de las galletas ya se había instalado en mi cerebro en forma de bulimia (otra tontería la bulimia, como el no comer, ya ves tú que chorradas…) tal vez porque mi ingesta se había reducido hasta lo que mi madre, una mujer que había pasado hambre real en la posguerra, me obligaba a comer a mediodía.

Bailaba hasta la extenuación, hacía tablas de gimnasia y me tomaba los laxantes a cucharadas soperas (sí, a cucharadas soperas) porque lo del vómito nunca fue lo mío. Y con todo eso conseguía controlar los atracones. Hasta que Hyde fue más fuerte que Jeckyll y las comilonas pasaron a ser diarias y bestiales. Y a escondidas. Y los 38 de marzo eran 60 en septiembre. Y luego esa conocida que, un día que te has puesto en pie porque tu madre te ha sacado de la cama (no, mamá, no quiero levantarme, no quiero salir, no quiero que nadie me vea) te escupe esa perla de “Cómo te estás poniendo”, y el mundo se convierte en una convención de flacos que te miran con repulsión. Y te das cuenta de que la situación se te ha ido de las manos por completo. Y de que no hallas la salida. Y tu adolescencia, que debería ser tan idílica como la de los protas de las series de la tele (oh, sorry, que es ficción) se convierte en un rompecabezas de dos mil piezas que van del gris oscuro al negro y que no sabes montar.

Y es entonces cuando piensas en la muerte. Porque no ves nada más allá. No sabes que el mañana siempre existe, y que el sol acaba por salir, y que no hay mal que cien años dure y todo eso. Tú solo ves que el sufrimiento a veces es insoportable y no le ves el fin. Y te lo planteas seriamente. Lo de apagar las luces y que les den a todos. Especialmente a los del “no será para tanto”. Pero eres cobarde y el paso te parece irreversible y doloroso y no lo haces. Probablemente porque no has bajado hasta el mismo límite de los infiernos. O porque tienes un salvavidas que te mantiene a flote y te permite respirar de vez en cuando, y escupir la rabia y el dolor para aliviar tu alma hasta acabar por vaciarla poco a poco de la angustia y permitir que tu vida se renueve.

Yo tuve a las palabras. Las palabras me salvaron de mí misma y hasta puede que de desaparecer. Me refugié tras ellas, como el pájaro se refugia de la lluvia tras las hojas, y permanecí bajo su amparo hasta que la tempestad cesó. Y entonces, cuando las nubes desaparecieron, supe que era capaz. Y que si aquello no me había matado ya nada lo haría. Por muy cuesta arriba que la vida se llegase a poner. Me cargué la mochila de palabras bellas y envié a los demonios hasta el fondo del fondo de la memoria. Pero sin olvidarlos. Para así poder recordar siempre que era capaz de hacerlo.

No todas las personas tienen esa suerte.

#SafeCreative Mina Cb
Imagen: Cristina Becerra Martín Albo

En los próximos dos días voy a colgar dos textos. Son muy duros. Normalmente no comparto poemas de esa índole porque creo que pueden ser nocivos para personas que estén atravesando un mal momento. Pero lo voy hacer porque el desánimo merece ser visible. Y porque son dos textos que narran una emoción muy similar, el primero en la adolescencia y el segundo en la madurez. Y con ello quiero hacer ver que los problemas de los adolescentes, que para nosotros no tienen importancia, los pueden sumir en un estado anímico muy muy peligroso.

Y por eso debemos tomárnoslos en serio.

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