Queridos tudelanos:
He callado hasta hoy porque creo que hay asuntos en los que la divinidad no debe intervenir, pero tras lo de ayer tarde, considero que es necesario que rompa mi silencio.
Y es que ayer, como todos sabréis, era diecisiete de julio, uno de mis días favoritos puesto que es la fecha en la que empieza la novena. Sólo alguien que, como yo, sea de aquí, puede imaginar lo que este momento significa. Y únicamente yo puedo expresar lo que se siente cuando, unos minutos antes, los fieles empiezan a llenar la catedral. No os podéis imaginar lo que es para mí veros, cada año, abarrotar el templo durante nueve días, y la alegría que me producen las carreras de los chiquillos, el murmullo de las gentes o el incesante rumor del movimiento de los abanicos. Tanto disfruto que a veces hasta mi corazón de madera se conmueve y, por un momento, ganas me entran de pedirle a Dios que me haga carne y me permita compartir esos instantes con vosotros.
Ya sé que cantáis mal. Y no me importa, porque lo que cuenta es la intención. Y en vuestros desafinados sones hay amor del bueno. Y ya sé, también, que la mayoría os asomáis de cuando en cuando y os largáis a los bares de la zona mientras está la misa y sólo cuando el coro empieza entráis al templo. No hay nada que escape a mi conocimiento porque os conozco a todos. Y he conocido a vuestros padres. Y a los padres de vuestros padres. Y a los padres de los padres de vuestros padres... Y me gusta esa devoción un poco agnóstica, por no decir atea, que algunos me profesan. Porque esa asistencia vuestra da a entender que lo importante en un pueblo es su cultura. Más que su religión. Y que yo soy tan vuestra como el río que pasa bajo el puente.
Y vosotros sois míos.
Por eso ayer me acosté tan disgustada. Me hallaba al corriente de la epidemia que afecta al mundo entero y de que se habían suspendido las fiestas en mi honor. Y me pareció correcto, porque cuando el dolor campa a sus anchas lo más importante es ponerle freno, independientemente de los sacrificios que sean necesarios para ello. Sé muy bien de la identidad de vuestros muertos, y he llorado en soledad por cada uno de ellos, pues me consta que me eran bien devotos. Y es por ello que me sorprendió enormemente que las camareras se presentaran a engalanarme como cada mes de julio, y que más tarde se procediera a mi traslado y que en la tarde noche del día 17 se iniciaran, como de costumbre, los actos religiosos en mi honor.
Pensé que tal vez la situación había mejorado repentinamente y yo no lo sabía y me alegré. Pero cuando el deán se colocó en el altar ante un templo vacío me sentí la más desgraciada de las santas. Porque la novena, mi novena, no la hacen ellos, sino vosotros. La novena resuena desde vuestros corazones. Y ningún sentido tiene hacerla sin vuestra presencia. Imaginé, eso sí, viendo los aparatos, que el acto iba a ser retransmitido por alguno de esos medios modernos que utilizáis para comunicaros, pero ni así menguó mi malestar. Porque me pareció que hacer eso era como sacarme en procesión sobre una plataforma motorizada y que las gentes desfilasen con harapos en vez de engalanadas. Pensé en los gigantes, que no vendrán el día 24, ni me aguardarán ante la puerta de la Plaza Vieja el mediodía del 26, y bailarán ante mí mientras las campanas alborotan el cielo de esta ciudad que tanto amo. Pensé en todos los ancianos encerrados en las residencias, de nuevo privados de ver a sus familias, y me dio mucha rabia. Porque yo soy abuela y tudelana y no quiero tratos de favor. Y porque sin vosotros entrando y saliendo, desafinando y llenando con vuestra alegría el frío y desangelado templo la cosa no es lo mismo. Y no me gusta.
Porque no hay cámara que pueda mirarme como lo hacéis vosotros.
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