domingo, 19 de julio de 2020




OBSESIÓN


Cuando cerró la fábrica se encontró con cuarentaytantos, un marido en Erte y un hijo en la universidad, de modo que aceptó lo primero que le vino, que fue una plaza de vigilante en una fábrica, que le ofrecieron más que nada por sus años de tiradora al plato y su complexión atlética. Y porque no le importaba meter más horas que el reloj, sobre todo cuando le fue cogiendo el gusto a lo de controlar y, a base de doblar turnos y de comerse los marrones que no quería nadie, pasó de temporal a indefinida y de ahí a jefa de departamento con despacho propio, lo que primero estuvo muy bien pero luego fue una mierda, ya que se había enganchado de tal forma a lo de la contemplación del monitor que pasaba más tiempo en la garita que en su casa, sobre todo cuando le montaron un chiringuito tipo Nasa, desde el cual podía seguir los movimientos de cada uno de los agentes a su cargo en los lugares donde ejercían su función.

Vamos, que se convirtió en vigía de vigías. Y, como con su turno no le daba de sí para todo lo que pretendía abarcar, empezó a quedarse fuera de jornada para pasar las cintas de lo que había sucedido en otros turnos, no por poner en evidencia los despistes de sus compañeros, sino por puro celo profesional.

A estas alturas ya no aparecía casi por su casa, y cuando eso sucedía llegaba derrengada y caía, para la desesperación de su esposo, que había disfrutado con ella de una inmejorable relación física durante décadas, derrengada sobre el lecho marital, motivo por el que el hombre acabó por buscar fuera lo que le era negado en su propio domicilio, circunstancia que acabó modificando su carácter hasta el punto de que ella contrató a un vigilante en el que, por cierto, tampoco confiaba.

Y es que a esas alturas su desconfianza rayaba ya en lo patológico. Tanto que al final, y no consiguiendo que su jefe accediera a que pasase en el trabajo todo el día, incluso sin percibir un céntimo de más, optó por esconderse cada noche para, tras fichar la salida, retornar a su puesto, borrando a través de los dispositivos de grabación su furtiva trayectoria hasta el lugar, y poder así pasar la noche controlando a sus subalternos desde las pantallas e incluso pasar a cámara lenta las cintas de su garita, en las que repasaba su propia actividad diaria, buscando delitos o despistes de los que ponerse al corriente. Esto, unido a las noticias del agente que había puesto a vigilar a su marido, y que en absoluto eran halagüeñas, le hizo, primero activar una función de localización en el móvil de su cónyuge mientras éste dormía y, más tarde, hacerse instalar cámaras en su propio domicilio. Además, se convirtió en una paranoica que revisaba los bajos del coche cada vez que iba a montarse en él y que no se acostaba sin asegurarse de que un malhechor no se hubiera escondido bajo la cama o en el interior de los armarios. Incluso llegó a abrir compulsivamente la lavadora y la nevera buscando espías y en cierta ocasión disparó a las cámaras que ella misma había hecho colocar pensando que era su esposo quien las había puesto.

Porque para entonces ya tenía un arma en casa.

Cuando al cabo de dos años la multinacional para la que trabajaba fue adquirida por un grupo oriental, su hijo ya estaba de Erasmus en Bruselas y su marido se había vuelto a casar con una japonesa muy mona y algo mayor que él.

En su lugar pusieron a un robot.

#SafeCreative Mina Cb

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