LA MARILYN DEL BARRIO
Eran los tiempos de los repartos con carretilla, de las tertulias callejeras, de la vida reposada y sin agobios. El estrés no se había inventado todavía porque lo único que nos había llegado de América eran el rocanrol y la coca cola. No existían las divas musicales, las actrices siliconadas, las tops models... y las niñas no teníamos más ambición que parecernos a la Nancy.
Pero la Nancy era de plástico.
Sin embargo ella… ella era de verdad.
Era como Marilyn, pero con melena. Una mata de brillantísima cabellera rubio platino recogida en una coleta, que a menudo se ondulaba, supongo que con una tenacilla, o se recogía en un lazo verde, el único atisbo aparente de coquetería en una mujer siempre impecablemente vestida de negro, pero que no dudo que pese a ello despertaría la libidinosidad de más de uno. Y es que no era una mujer cualquiera; su presencia iba acompañada de un halo especial. Con ella pasaba como con las procesiones, que cuando atraviesan una calle tiene que transcurrir algún tiempo para que su rastro se disipe en el ambiente. Utilizaba un perfume dulzón y penetrante en el que, por la cantidad en que lo empleaba, calculo que debía invertir una buena parte de su presupuesto. El olor de la colonia se mezclaba con el del papel couché y la tinta frescos de las revistas que repartía. Recorría las calles con la mercancía bajo el brazo, saludando a todo el mundo, moviéndose con garbo, esparciendo por doquier el sonido de los pliegues de su ropa, del aleteo del papel, del vaivén de su juguetona coleta rubia…
Nunca me hice preguntas acerca de su vida personal. Claro que tampoco me preocupaba entonces de si Kennedy y la Monroe habían sido amantes. Supongo que sería viuda, y tan vez hasta tendría hijos. O no. A mi eso no me interesaba. Jamás a los mitos les olieron los pies, o se tiraron pedos, o se hurgaron la nariz… Y ella era para mí como una diosa… todo lo que una niña enclenque, tímida y feúcha podía ambicionar ella lo poseía.
Un día fuimos a su casa. Me acuerdo perfectamente; mi madre tenía que hacer allí un trabajo. Nos recibió envuelta en el mismo halo de glamour que exhibía por la calle (que ya me hubiera a mí gustado ver a Marilyn en guatiné y pantuflas, que ahí es donde se demuestra la elegancia de una dama).
Me dejaron deambular por el piso, la primera planta de un inmueble situado en un edificio estrecho entre dos calles por aquel entonces llenas de bullicio por hallarse próximo al mercado de abastos. El salón era coquetísimo, con los muebles lacados, un montón de figuritas y una mecedora. Me quedé hipnotizada delante del sillón balancín. Mi madre me llamaba pero yo no la oía. En aquel momento me había olvidado incluso de dónde estaba. No podía ver más que la enorme silla de bambú, con el respaldo de rejilla…
Yo era una niña bien educada, y sabía de sobra que nunca se deben tocar las cosas cuando se vista la casa de un extraño, pero aquello era demasiado. Subí como pude, me acomodé, los pies por las justas asomando por el asiento, y empecé a balancearme, borracha de su fragancia que impregnaba la sala, los ojos cerrados, el pensamiento ausente, imaginándome embutida en sus ropas, balanceando una coleta rubia, repartiendo revistas, llenando las estrechas calles con el perfume de la tinta, del papel…
Marilyn no era más que un mito… y además, estaba muerta.
#SafeCreative Mina Cb
(Imagen de Jesus Marquina Arellano)
Eran los tiempos de los repartos con carretilla, de las tertulias callejeras, de la vida reposada y sin agobios. El estrés no se había inventado todavía porque lo único que nos había llegado de América eran el rocanrol y la coca cola. No existían las divas musicales, las actrices siliconadas, las tops models... y las niñas no teníamos más ambición que parecernos a la Nancy.
Pero la Nancy era de plástico.
Sin embargo ella… ella era de verdad.
Era como Marilyn, pero con melena. Una mata de brillantísima cabellera rubio platino recogida en una coleta, que a menudo se ondulaba, supongo que con una tenacilla, o se recogía en un lazo verde, el único atisbo aparente de coquetería en una mujer siempre impecablemente vestida de negro, pero que no dudo que pese a ello despertaría la libidinosidad de más de uno. Y es que no era una mujer cualquiera; su presencia iba acompañada de un halo especial. Con ella pasaba como con las procesiones, que cuando atraviesan una calle tiene que transcurrir algún tiempo para que su rastro se disipe en el ambiente. Utilizaba un perfume dulzón y penetrante en el que, por la cantidad en que lo empleaba, calculo que debía invertir una buena parte de su presupuesto. El olor de la colonia se mezclaba con el del papel couché y la tinta frescos de las revistas que repartía. Recorría las calles con la mercancía bajo el brazo, saludando a todo el mundo, moviéndose con garbo, esparciendo por doquier el sonido de los pliegues de su ropa, del aleteo del papel, del vaivén de su juguetona coleta rubia…
Nunca me hice preguntas acerca de su vida personal. Claro que tampoco me preocupaba entonces de si Kennedy y la Monroe habían sido amantes. Supongo que sería viuda, y tan vez hasta tendría hijos. O no. A mi eso no me interesaba. Jamás a los mitos les olieron los pies, o se tiraron pedos, o se hurgaron la nariz… Y ella era para mí como una diosa… todo lo que una niña enclenque, tímida y feúcha podía ambicionar ella lo poseía.
Un día fuimos a su casa. Me acuerdo perfectamente; mi madre tenía que hacer allí un trabajo. Nos recibió envuelta en el mismo halo de glamour que exhibía por la calle (que ya me hubiera a mí gustado ver a Marilyn en guatiné y pantuflas, que ahí es donde se demuestra la elegancia de una dama).
Me dejaron deambular por el piso, la primera planta de un inmueble situado en un edificio estrecho entre dos calles por aquel entonces llenas de bullicio por hallarse próximo al mercado de abastos. El salón era coquetísimo, con los muebles lacados, un montón de figuritas y una mecedora. Me quedé hipnotizada delante del sillón balancín. Mi madre me llamaba pero yo no la oía. En aquel momento me había olvidado incluso de dónde estaba. No podía ver más que la enorme silla de bambú, con el respaldo de rejilla…
Yo era una niña bien educada, y sabía de sobra que nunca se deben tocar las cosas cuando se vista la casa de un extraño, pero aquello era demasiado. Subí como pude, me acomodé, los pies por las justas asomando por el asiento, y empecé a balancearme, borracha de su fragancia que impregnaba la sala, los ojos cerrados, el pensamiento ausente, imaginándome embutida en sus ropas, balanceando una coleta rubia, repartiendo revistas, llenando las estrechas calles con el perfume de la tinta, del papel…
Marilyn no era más que un mito… y además, estaba muerta.
#SafeCreative Mina Cb
(Imagen de Jesus Marquina Arellano)
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