miércoles, 11 de octubre de 2023


 

MADE IN SPAIN

Confieso sin vergüenza alguna que cada vez me atrae menos la literatura profunda y que llevo más de dos años enganchada a las novelas policíacas. Empecé con la Redondo, por aquello de que es paisana, y devoré la trilogía del Baztán. Después coqueteé con Juan Gómez Jurado y su Reina Roja. Y de ahí me fui directamente a la serie de Carmen Mola, engullendo los libros uno detrás del otro. Y es que, por mucho que se tilde a este género de literatura menor, una trama bien montada, con su cadáver en la segunda línea, su asesino en serie y una redacción impecable, como en los casos citados (ojo, que hay también mucha basura salida de plumas supuestamente cualificadas) no tiene, bajo mi punto de vista, nada que envidiar a los grandes clásicos de la literatura universal. Pero parece ser que el complejo de inferioridad que caracteriza a los españoles llega incluso ahí. Y la mayoría de los autores acaban, más tarde o más temprano, cometiendo el error de localizar sus tramas en el extranjero. Y ahí es cuando para mí pierde interés la cosa. Porque lo que mola de verdad de la inspectora Blanco es que viva en la Plaza Mayor de Madrid y que se emborrache en los antros de la capital. Y que se vaya a follar al todoterreno del primer fulano interesante con que se tropiece. Por no hablar del agente Jon Gutiérrez, que acompaña a Antonia Scott, ese poli vasco al que una se puede imaginar tranquilamente dando tumbos por Chueca a las tantas de la madrugada. Y qué decir de la inspectora Salazar y su demoníaca madre, que deja en pelota picada a la Betty Davis de los mejores años.
Y es que no es lo mismo cuando la trama se desarrolla en Londres o en Washington y los personajes se llaman John o Bill o Christy y tienen unos apellidos tan parecidos que los estás confundiendo continuamente, de forma que al final no sabes cuál es el bueno y cuál el malo. Porque de arrancar una novela en un tugurio de Bilbao a hacerlo en un hotel de lujo de la Gran Manzana va una distancia como de aquí a Cuzco. Vamos, que no hay nada como una historia donde los policías se llamen Paco, Marta, Pili o Jaime. Y que además tengan motes tipo “el manco”, “el chino”, “el bola”... Y eso por no hablar de los villanos, que los locales siempre molan más porque han sido yonkis en Malasaña y porque escuchan a Sabina o a Extremoduro y además han compartido celda en el talego con el Pirri o el Vaquilla.
Pues eso, que cuando coges la última novela de uno de tus autores favoritos y la primera escena se desarrolla en Houston pues ya como que no. O sea que surge de forma natural una predisposición a que te cueste dos meses leerla. En plan que siempre encuentras algo mejor que hacer: un crucigrama, una pizza, una maratón... hasta ver el First dates si me apuras. Y por eso yo, desde este humilde rinconcito, quiero reivindicar el folletín policíaco patrio. Ese en donde el comisario dice tacos, la forense tiene un novio que trabaja de stripper y a la inspectora se le atasca el revólver en el peor momento porque es de fabricación nacional. Y le disparan y le aciertan en la médula y la dejan tetrapléjica. Y en el resto de las entregas aparece amargadísima pero con un olfato para el crimen que te rilas Petronila. Y que los agentes patrullan por calles que tienen nombres y no números. Y que los ríos se llaman Ebro, Manzanares, Tajo, Júcar... Y que vas todos los días al trabajo con los ojos en las manos porque te has quedado leyendo hasta las tantas. Porque eras capaz de visualizarlo todo. De reconocerlo todo. De comprenderlo todo.
Y porque para darle al coco, y eso los lectores lo sabemos bien, existe ya otro tipo de literatura.

#SafeCreative Mina Cb 

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