LAS HISTORIAS SELECCIÓN
Hace unos días me tropecé por el Feis con una foto que uno de mis contactos había colgado en la que aparecían unos cuantos ejemplares de la colección Historias Selección, ese clásico de Bruguera que acompañó tantas y tantas horas de mi infancia y que tan responsable es de esta afición mía por la página y la tecla.
Eran las Historias Selección la alternativa más socorrida a la carísima bicicleta que siempre escapaba al presupuesto de los Reyes Magos, y en un un país sin Dinsey Channel ni Españoles por el mundo, era ésta única ventana al extranjero que teníamos, aparte del libro de sociales. Y además eran una buena alternativa para los lectores reticentes, ya que en la misma edición concurrían dos relatos: el gráfico y el novelado, con lo cual si eras de los que se asustaban con el número de páginas, podías saltarte la letra pequeña y disfrutar con las viñetas, cosa que yo hacía sobre todo con las epopeyas náuticas, que siempre he sido un tanto propensa a confundir los océanos y a tomar babor por estribor. Pero claro, con las ilustraciones la cosa cambiaba: veías los buques con sus velas infladas por el viento, y a los bucaneros con sus sables, y esas onomatopeyas de “¡Aggghhh!”, que el enemigo profería al ser ensartado por el capitán del barco, y los barriles de ron en la bodega... y aunque no fueses capaz de tragarte el tocho entero, al menos te quedabas con una leve idea de quién había sido don Emilio Salgari. Y luego, que venía todo muy bien explicado en la cubierta de papel couché que envolvía el ejemplar de cartón duro. Tú cogías el libro y la portada, relatando una de las escenas principales de la obra, ya te ponía los dientes largos o te echaba para atrás. Y, por si no lo tenías claro, en el lomo había unos retratos de los protagonistas. Para que no te perdieras, que es algo que nos pasa mucho a los TDH sin diagnosticar. De ese modo, si a lo largo de la lectura te surgía un dilema, sólo tenías que consultar la galería fotográfica para salir de dudas.
Yo, que siempre he sido muy remoñi, prefería los cuentos para niñas. Bueno, y los de ciencia-ficción. De modo que si caía en mis manos un ejemplar de temática menos atractiva, lo que hacía era leer sólo el tebeo y luego abandonarlo por ahí hasta que mi madre se lo regalaba a mi tía, que tenía tres chicos que, seguramente, valorarían más las hazañas de Strogoff, que andaba siempre por ahí cazando osos. A mí me gustaban Pollyanna y la princesa Madelaine y Quo Vadis, que las de romanos también eran mi pasión. Hasta el Lazarillo leí, que me acuerdo como si la estuviera viendo ahora de la viñeta de las uvas, cómo me gustó, vas a comparar con los corsarios. Aunque la verdad es que si el verano era largo me acababa tragando la letra pequeña de Verne, de Karl May o de quien hiciera falta. Aunque no me enterase de nada.
El caso era leer, vaya obsesión.
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