EL DOLOR AJENO
Alguien debería inventar un aparato para medir el dolor del mismo modo que se mide la temperatura. Un ingenio que pudiera colocarse en el punto afectado y que nos indicase cuál es la intensidad de la molestia. Claro que entonces nos tropezaríamos con el conflicto número dos, consistente en la resistencia de cada cual a los diversos grados de dolor. Y a que el invento, seguro, porque la ciencia es así de pragmática y de puñetera, sólo sería capaz de evaluar los padecimientos físicos, que son al fin y al cabo los que nos impiden llevar una vida “normal”, esto es, básicamente, ir al trabajo. Y que del otro dolor, del inevaluable, de aquel que nos permite estar en pie pero nos roba la esperanza y la sonrisa, la ciencia seguiría sin ocuparse. Porque para cuando el malestar espiritual nos impide llevar una existencia productiva, los efectos que el mismo ha causado sobre nosotros son de una importancia tal que la recuperación puede ser un proceso inacabable cuya dureza muy pocos comprenden y para el que no hay medicamentos milagrosos: ningún laboratorio fabrica paracetamoles, ni ibuprofenos, ni antibióticos capaces de quitarte la pena en un par de horas, o en tres semanas si me apuran. Pero existe, sin embargo, en general, una gran falta de comprensión por parte del entorno, que pierde rápidamente la paciencia cuando el enfermo no es capaz, al cabo de cierto tiempo, de ir por las calles brincando y bailando como Gene Kelly en “Singing in the rain”
Y es que el dolor del alma es un trance amargo que con nadie se puede compartir; un camino espinoso y retorcido que a veces cuesta meses, años incluso, recorrer; una herida profunda y purulenta que se resiente y vuelve a sangrar a cada golpe, de forma que a veces nunca termina de cerrarse.
¡Ay! Cómo me gustaría a mí que inventasen una pastilla que borrase los pesares de una sola toma… O en su defecto, un sistema que permitiera compartir el dolor, transfundirlo parcialmente a otras personas que así lo solicitaran, y aligerar la carga que lastra los pasos de nuestros seres queridos. Porque si es duro el sufrimiento propio, al menos tiene la ventaja de que conocemos su entidad, puesto que somos nosotros quienes lo soportamos… Pero… ¡ay cuando sabemos del padecimiento de aquéllos a quienes queremos y nada podemos hacer para aliviarlo! Porque en esos momentos la impotencia se apodera de nosotros. Y nos sentimos inútiles e insignificantes, torpes ayudantes sin formación alguna, como el aprendiz que va de un lado a otro sin saber qué hacer y contemplando el ajetreo de los otros, desubicado y solitario.
Como un reloj de arena en medio del desierto.
#SafeCreative Mina Cb
Alguien debería inventar un aparato para medir el dolor del mismo modo que se mide la temperatura. Un ingenio que pudiera colocarse en el punto afectado y que nos indicase cuál es la intensidad de la molestia. Claro que entonces nos tropezaríamos con el conflicto número dos, consistente en la resistencia de cada cual a los diversos grados de dolor. Y a que el invento, seguro, porque la ciencia es así de pragmática y de puñetera, sólo sería capaz de evaluar los padecimientos físicos, que son al fin y al cabo los que nos impiden llevar una vida “normal”, esto es, básicamente, ir al trabajo. Y que del otro dolor, del inevaluable, de aquel que nos permite estar en pie pero nos roba la esperanza y la sonrisa, la ciencia seguiría sin ocuparse. Porque para cuando el malestar espiritual nos impide llevar una existencia productiva, los efectos que el mismo ha causado sobre nosotros son de una importancia tal que la recuperación puede ser un proceso inacabable cuya dureza muy pocos comprenden y para el que no hay medicamentos milagrosos: ningún laboratorio fabrica paracetamoles, ni ibuprofenos, ni antibióticos capaces de quitarte la pena en un par de horas, o en tres semanas si me apuran. Pero existe, sin embargo, en general, una gran falta de comprensión por parte del entorno, que pierde rápidamente la paciencia cuando el enfermo no es capaz, al cabo de cierto tiempo, de ir por las calles brincando y bailando como Gene Kelly en “Singing in the rain”
Y es que el dolor del alma es un trance amargo que con nadie se puede compartir; un camino espinoso y retorcido que a veces cuesta meses, años incluso, recorrer; una herida profunda y purulenta que se resiente y vuelve a sangrar a cada golpe, de forma que a veces nunca termina de cerrarse.
¡Ay! Cómo me gustaría a mí que inventasen una pastilla que borrase los pesares de una sola toma… O en su defecto, un sistema que permitiera compartir el dolor, transfundirlo parcialmente a otras personas que así lo solicitaran, y aligerar la carga que lastra los pasos de nuestros seres queridos. Porque si es duro el sufrimiento propio, al menos tiene la ventaja de que conocemos su entidad, puesto que somos nosotros quienes lo soportamos… Pero… ¡ay cuando sabemos del padecimiento de aquéllos a quienes queremos y nada podemos hacer para aliviarlo! Porque en esos momentos la impotencia se apodera de nosotros. Y nos sentimos inútiles e insignificantes, torpes ayudantes sin formación alguna, como el aprendiz que va de un lado a otro sin saber qué hacer y contemplando el ajetreo de los otros, desubicado y solitario.
Como un reloj de arena en medio del desierto.
#SafeCreative Mina Cb
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