DECIR “TE QUIERO”
Nos acostumbramos a esconder los sentimientos, a veces por pudor y otras por haber recibido educaciones rígidas donde la crítica era un incentivo y el sentimentalismo una debilidad. Nos educaron en la competitividad y en la comparación, castigándonos cuando no hacíamos lo correcto y sin felicitarnos cuando acertábamos porque, se supone, era esa nuestra obligación. Somos hijos de una época en donde la violencia era legítima y, sin embargo, retozar en los parques estaba prohibido. Somos una generación emocionalmente castrada, incapaz de expresar el amor, el pesar o la sana alegría. Y por eso nos cuesta tanto reconocer que queremos a la novia más que a los amigos. Y por eso nos quedamos mudos como tumbas en los tanatorios. Porque nos enseñaron a gritar pero no a decir “te quiero”. Y así, cuando la emoción nos desborda, y nos traspasa, no encontramos qué decir, y nos encerramos a llorar en el lavabo, o decimos que es alergia, o damos uno de esos abrazos diplomáticos acompañados de cuatro palmaditas soltando, en el peor de los casos, el previsible y lapidario “No somos nadie”. Y acompañamos a los familiares en el sentimiento, como si en vez de a un entierro fuéramos al cine. Y los acompañamos en el sentimiento porque no tenemos el valor suficiente de decirles que los queremos, que son importantes para nosotros, que nuestra vida sin ellos sería muy distinta… Los acompañamos en el sentimiento como quien acompaña al médico a una tía viuda; con cortesía y con resignación: un protocolo absurdo, una frase que a alguien se le ocurrió en un momento dado y que todos vamos repitiendo, como bobos, hasta sobarla tanto que ya no significa nada.
Y es que cuesta trabajo sacudir el abrigo, dejar que caigan las polillas muertas y que el olor a naftalina se desvanezca hasta dejar de serlo. Cuesta olvidar los años de castigos, de gritos y de golpes de regla en los nudillos, los años de padres autoritarios e inaccesibles, los años en que todos vivimos atrapados en un corsé que nos impedía sentir con libertad.
Algunos hemos ido soltando las correas poco a poco. Otros siguen instalados en su eterno hieratismo, convencidos de que ciertos cambios son funestos para la reputación. Otros tuvieron suerte y se desprendieron hace años de esa incómoda mordaza, de esa ajustada camisa de fuerza, y ahora van repartiendo abrazos y besos a diestro y siniestro, desparramando afecto por doquier… como tomándose la revancha por todos los afectos que tuvieron que tragarse de pequeños, en ese ayer gris y lejano en que decir “te quiero” a tumba abierta y sin testigos era casi un pecado…
Además de una ñoñería inadmisible.
#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Mónica Carretero Ilustradora
Nos acostumbramos a esconder los sentimientos, a veces por pudor y otras por haber recibido educaciones rígidas donde la crítica era un incentivo y el sentimentalismo una debilidad. Nos educaron en la competitividad y en la comparación, castigándonos cuando no hacíamos lo correcto y sin felicitarnos cuando acertábamos porque, se supone, era esa nuestra obligación. Somos hijos de una época en donde la violencia era legítima y, sin embargo, retozar en los parques estaba prohibido. Somos una generación emocionalmente castrada, incapaz de expresar el amor, el pesar o la sana alegría. Y por eso nos cuesta tanto reconocer que queremos a la novia más que a los amigos. Y por eso nos quedamos mudos como tumbas en los tanatorios. Porque nos enseñaron a gritar pero no a decir “te quiero”. Y así, cuando la emoción nos desborda, y nos traspasa, no encontramos qué decir, y nos encerramos a llorar en el lavabo, o decimos que es alergia, o damos uno de esos abrazos diplomáticos acompañados de cuatro palmaditas soltando, en el peor de los casos, el previsible y lapidario “No somos nadie”. Y acompañamos a los familiares en el sentimiento, como si en vez de a un entierro fuéramos al cine. Y los acompañamos en el sentimiento porque no tenemos el valor suficiente de decirles que los queremos, que son importantes para nosotros, que nuestra vida sin ellos sería muy distinta… Los acompañamos en el sentimiento como quien acompaña al médico a una tía viuda; con cortesía y con resignación: un protocolo absurdo, una frase que a alguien se le ocurrió en un momento dado y que todos vamos repitiendo, como bobos, hasta sobarla tanto que ya no significa nada.
Y es que cuesta trabajo sacudir el abrigo, dejar que caigan las polillas muertas y que el olor a naftalina se desvanezca hasta dejar de serlo. Cuesta olvidar los años de castigos, de gritos y de golpes de regla en los nudillos, los años de padres autoritarios e inaccesibles, los años en que todos vivimos atrapados en un corsé que nos impedía sentir con libertad.
Algunos hemos ido soltando las correas poco a poco. Otros siguen instalados en su eterno hieratismo, convencidos de que ciertos cambios son funestos para la reputación. Otros tuvieron suerte y se desprendieron hace años de esa incómoda mordaza, de esa ajustada camisa de fuerza, y ahora van repartiendo abrazos y besos a diestro y siniestro, desparramando afecto por doquier… como tomándose la revancha por todos los afectos que tuvieron que tragarse de pequeños, en ese ayer gris y lejano en que decir “te quiero” a tumba abierta y sin testigos era casi un pecado…
Además de una ñoñería inadmisible.
#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Mónica Carretero Ilustradora
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