miércoles, 21 de abril de 2021


 

EL PASEO DE INVIERNO

Nunca he llegado a entender lo del nombre; supongo que se referirá a la orientación, y a que quizá en los años en que se inauguró existía otro lugar más arbolado y umbrío que debía denominarse “Paseo de Verano”. Porque lo que es el recuerdo que yo guardo de ese parque donde pasé los primeros años de mi infancia es de un frío helador, al menos en Invierno. También es cierto que era la época de los pantalones cortos para los chicos hasta al menos la primera comunión, y para las chicas, de las falditas escocesas, plisadas y con mucho vuelo, que hacían que el chichi se te quedase como un témpano y que tus rodillas (las mías al menos) estuvieran siempre llenas de costras a medio arrancar. Aunque tal vez lo mío, lo reconozco, era un caso digno de estudio. De hecho, siempre he pensado que si la madre naturaleza tuviera dos dedos de frente debería colocarnos cremalleras en la piel, sobre todo durante la infancia, para que así nuestros padres se ahorrasen un pico en tiritas. Claro que mucha culpa de todos aquellos desaguisados dérmicos la tenía la morfología del propio paseo, lleno de piedrecietas que se te clavaban en la piel al menor tropezón.

Eran los tiempos de la indestructibilidad infantil; esto es, de entregarse al juego con despreocupación y frenesí, dejándose de suelos acolchados, de protecciones, de estudios ergonómicos y de memeces varias. Los niños de mi generación nos endurecimos a base de cierzo y sol, de cicatrices y chichones. Aquél que fuese capaz de hacer un giro de 360 grados en el columpio era considerado un héroe. No valía colocarse de pie y soltar las manos, no… Había que agarrarse con fuerza a las cadenas, balancear bien el cuerpo hacia atrás, subir las piernas y dar al columpio el impulso suficiente como para que diera la vuelta alrededor del eje sin que tú salieras despedido. Porque si te quedabas corto corrías el riesgo de salir volando y si te pasabas el de que el columpio te expulsara a la bajada y acabaras arrastrando por la gravilla tu trasero y tu reputación. Y aun encima llevándote una ensalada de tortas al llegar a casa con los pantalones rotos.

Yo, lo reconozco, era pequeña y cobarde. Y los columpios los utilizaba con cordura, más que nada desde que vi salir muy catapultado a un chavalín. Y en cuanto al tobogán, en cuya desembocadura solía aparecer un inmenso charco cada vez que llovía, me parecía cosa como de pequeños y casi ni lo usaba. Por lo demás, el resto de las atracciones se me antojaban potros de tortura. Las barras paralelas que ahora serían inconcebibles, el columpio giratorio que se balanceaba, y luego esas dos estructuras de tubos metálicos, una en forma de bola y otra de prisma de base cuadrangular, por entre las cuales la chavalería se deslizaba de manera temeraria mientras yo miraba con envidia.

Confieso que hubo veces, cuando estaba sola, que me asomé por entre los barrotes al interior de ambos ingenios, pero al ponerme a trepar me invadía el pánico y acababa saliendo en busca de la conciliadora seguridad del exterior, después de haberme asegurado de que nadie era testigo de mi deserción. Y es que la aventura y la niña que yo fui teníamos muy poco en común. Aunque he de confesar que la otra, la megamoñi, pese a haber dejado atrás sus miedos hace tiempo, se sigue balanceando en los columpios, casi siempre de noche y cuando nadie mira, con el mismo entusiasmo que lo hacía mil años atrás, en esas frías tardes de los años setenta.

#SafeCreative Mina Cb
Imagen: Mario Gómez Vidal (de su libro "Sentir la vida")

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