viernes, 27 de noviembre de 2020


 LA SEÑORITA PILAR

Supongo que era soltera. Solterona más bien, porque en aquel entonces una mujer de su edad que no estaba casada es que se había quedado para vestir santos. Cosa que, según se decía época, era infinitamente mejor que desnudar borrachos. Y que no dudo que ella prefería, puesto que me consta que era mujer católica y de familia acomodada.

A mí me parecía mayor, con ese pelo de un albor sospechosamente uniforme. Hoy pienso que se lo teñía, pero a los ocho años yo estaba convencida de que esa mata de cabello blanco, siempre impecablemente peinada y laqueada, no era sino el fruto de toda una vida dedicada a la enseñanza, a los desvelos en pro de sus pupilas (entonces las clases eran de chicos o de chicas) y a la experiencia acumulada a lo largo de una vida de estudio y de lectura.

Siempre iba con falda y medias, y desconozco si tenía amigas. Pero me gusta imaginarla sentada en un salón de té, tomando un chocolate con dos o tres señoritas de buena cuna, el meñique rígido perpendicular al asa de la taza y una bandeja de bollos sobre la mesa, intercambiado chismes acerca de pelanduscas, lugareñas descarriadas, mozos de buen ver y quién sabe si evocaciones de algún antiguo novio que al final no gustó a sus padres y se acabó casando con la cocinera. 
Sé que tenía al menos dos sobrinas que aparecían casi cada tarde por la clase a saludarla y luego se marchaban, marciales y uniformadas, rumbo a su colegio de pago.

Poseía una voz particular, entrecortada, como de ancianita… o al menos así es como yo la recuerdo. Nos daba las clases sentada, o en pie sobre la tarima, escribiendo en la pizarra con su letra de cuadernos de Rubio. No recuerdo qué nos enseñó; no sé si su fuerte eran la geografía, las matemáticas o el lenguaje. Lo que sí recuerdo es que adoraba los refranes… tenía un refrán para cada momento, aunque su favorito siempre fue “Las cosas claras y el chocolate espeso”. En eso se parecía a mi madre, que nunca nos dejó mentir. 
Y lo más sorprendente. Hacía que cada niña se sintiera especial. Tenía esa inusual cualidad de adivinar a las personas, de saber exactamente cómo tratarlas, de bucear en su interior, descubrir sus habilidades, sacarlas a la luz y hacerlas resplandecer como faros en la oscuridad. Daba libros de cuentas a las matemáticas, lápices a las dibujantes, tijeras y papel a las habilidosas, atlas de geografía a las intrépidas, biografías de científicos a las inquietas…

A mi me dio un cuaderno. Y me dijo que lo utilizase para pasar a limpio mis redacciones, porque mis ideas eran muy buenas y mi caligrafía muy mala. Me dio a leer poesía. Y me animó a escribirla.

Rellené aquel primer cuaderno… más tarde otro… y otro… y otro más… Y fui a su funeral cuando murió, pese a ser todavía agnóstica y a no conocer a nadie. Y a que habían pasado muchísimos años desde el último día en que me habló.

Pero hay personas que se quedan para siempre a nuestro lado… de hecho, mientras tecleo estas líneas, todavía escucho en mi cabeza, nítido como un trueno en mitad del bosque, el sonido de su voz de ancianita, de narradora de cuentos, diciéndome:

“Escribe, niña, escribe… Nunca dejes de hacerlo”

#SafeCreative Mina Cb

Nota de la autora: La ilustración corresponde a una de las páginas del citado cuaderno, que aún conservo.

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