sábado, 13 de octubre de 2018

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 CONDUCIR ES COMO BAILAR…CUESTÓN DE SABER MOVER LOS PIES

... O algo parecido.

Reconozco que la psicomotricidad nunca ha sido lo mío. Ni la percepción espacial. Ni la orientación. En fin, que tenía todas las cualidades para ser la accionista número uno de la autoescuela. Cincuenta clases nada más me hicieron falta para convertirme en un peligro al volante. Recuerdo como si fuera ahora mismo la primera vez que me metí en el coche. El profe era un tío con barba y una paciencia digna de un geriatra. Me sentó, me hizo ponerme el cinturón y me preguntó si había conducido alguna vez. Yo lo miré con incredulidad y le dije, muy ofendida: "¡Pues claro que no!".Y es que, imbécil de mí, yo pensaba que el personal iba virgen a la autoescuela, y de eso nada monada... La mayoría de los alumnos habían conducido con su padre, su hermano, su tío... De hecho, y por la cara que me puso el profe, creo que yo era la primera persona que le confesaba que no había pisado un embrague en su vida... Y a la que podía creer. De modo que el hombre me miró de frente, me señaló el salpicadero y me dijo: "Mira, esto es el volante, eso de ahí abajo la palanca del cambio de marchas, y esos tres pedalitos que hay delante de tus pies son, de izquierda a derecha y por ese orden, el freno, el embrague y el acelerador." Tras la introducción, el monitor aún gastó unos minutos (pocos, para mi escasa predisposición y mi torpe entendimiento) en explicarme para qué servían los pedales, la palanca y el volante. A continuación, me dio la llave y me dijo: "Bien, ahora métela en la ranura, arranca el motor, acciona el intermitente izquierdo, pisa el embrague, mete primera, coloca el pie derecho sobre el acelerador sin soltar el embrague, mira por el retrovisor para comprobar que no viene nadie, gira el volante hacia la izquierda y SAL."

¡JA!

Lo cierto es que me sentí como Amstrong a punto de subir al Apolo 13, y seguramente, y si no fuera porque era incapaz de tomar una decisión inteligente al tiempo que mi anárquico cerebro intentaba que mis pies, piernas, brazos, manos, ojos… en fin, la totalidad de mi ejército anatómico, ejecutasen con corrección y disciplina todas las órdenes que acababan de entrar por mis oídos, me hubiera bajado del coche en aquel mismo momento. Bueno, por eso y porque cada clase valía 2500 pelas y ya había pagado una señal, y porque tenía que hacer que mi padre se tragase esa frase de: “¿Conducir tú?”

Y porque a mí, para qué vamos a engañarnos, me ha podido siempre más la dignidad que la cordura.
De modo que, en vez de abandonar el barco, y en un enorme esfuerzo de imaginación, me vi a mí misma en plan Isadora Duncan, rodeada de un halo de glamour y de misterio a bordo de su descapotable rojo (y, por supuesto, antes de acabar estrangulada al enredarse su vaporoso foulard entre las ruedas del carruaje), y me puse manos ala obra: Accioné el contacto y el interruptor derecho, embragué, metí la marcha atrás, pisé el acelerador… y tuve la suerte de soltar el embrague justo a tiempo para que el coche se calara y quedara a exactamente medio palmo del vehículo que teníamos aparcado justo detrás. El profe, culé hasta la médula, se puso de color merengue, me hizo bajarme, se colocó al mando y condujo hasta una pista de pruebas donde estuvimos jugando al “Dragon Khan” hasta el final de la hora. A partir de ese momento, para mí desapareció del mundo todo aquello que no fuera la conducción; estaba todo el día pendiente de la hora de la clase, tenía síndrome de abstinencia los fines de semana... No comía, no dormía, no fumaba... me pasaba el día y la noche conduciendo… Para mí en el Mundo ya no había más que coches. Ya no quería ir a las terrazas de verano; en lugar de eso, me sentaba en los bancos públicos próximos a las zonas de aparcamiento y me pegaba horas muertas viendo entrar y salir a los vehículos. Contemplaba extasiada a esos privilegiados de la naturaleza capaces de embragar, acelerar, girar el volante y accionar el intermitente al tiempo que encendían el radiocasette, buscaban una cinta en la guantera, prendían un cigarro y a la vez, tocaban la bocina para que se apartase el que venía. Yo nunca sería así, me decía. Yo tendría que elegir entre fumar y conducir, entre tocar el claxon y conducir, entre escuchar música y conducir.... entre vivir y conducir incluso. Pero sin duda, mi atracción favorita eran los que conducían marcha atrás, con la cabeza y medio cuerpo fuera del coche y accionando hábilmente el volante con una sola mano. A mí aquello y hacer un y trasplante de órganos múltiple me han parecido siempre dos cosas absolutamente fuera de mi alcance. Y lo mismo debía de pensar mi profesor (al menos en cuanto a la conducción en plan cangrejo; sobre mis dotes para la cirugía no sé qué opinión podía tener el hombre), porque, pese a las más de cuarenta clases que llevaba en el cerebro, en los pies y en el bolsillo, el pobre monitor seguía bajándose del coche pálido y bañado en sudor. De hecho, creo que el día que, a la tercera y posiblemente porque el examinador se había dejado las gafas en casa aquella mañana, me dieron por fin la deseada "L", mi pobre profesor debió de celebrarlo, no sé, rebajándose la prima de la póliza del seguro de vida. Porque, si no lo maté yo, ya no lo mata nadie....

#SafeCreative Mina Cb
Del blog "Bridget Jones era anglosajona y, además, de mentira"

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