ANILLAS DE PLÁSTICO
Ayer tarde había quedado con una amiga en el bar de detrás de casa, uno de esos garitos que el fin de semana se petan de jovenzanos pero que los días de diario son locales de parroquia fija a los que puedes acudir para echar un rato y unas risas si en la tele no hay nada decente.
Que es lo más habitual.
Tenía que pasar antes por el súper para hacer unas compras. Poca cosa: unas lonchas de jamón serrano que la dependienta me envolvió en papel para a continuación enfilmarlas y luego embolsarlas, unos filetes de pescado que la pescadera me puso en una bolsa termosellada que luego metió en otra bolsa para evitar los malos olores, medio kilo de pimientos en una malla plástica, un puñado de manzanas que metí en una bolsa, unos champiñones embandejados y enfilmados, un paquete de galletas compuesto a su vez por cuatro paquetes envasados de modo individual, una caja de cereales que tiré a la basura antes de salir porque abulta un montón y así no cargo más que con la bolsa, una barra de pan envasada en plástico, un bote de suavizante de esos que solo van llenos hasta la mitad y un bolsón de patatas fritas de los de tres cuartos de lo mismo.
Ah. Y turrón, que ahora es cuando apetece, aunque abrirlo te pueda llevar casi hasta Navidad, ya se sabe: celofán, caja y más plástico para proteger cada tableta. Pero en fin. Es lo que hay.
Llegué a casa, coloqué mi bolsa de plástico reutilizable sobre la mesa, recogí todo, me di una ducha y me bajé al bar. Mientras charlaba con unos amigos acerca de lo divino y de lo humano, el propietario del negocio, un chaval alto e inquieto, buena gente aunque con un punto canalla y una mala leche de las que hacen temblar a las botellas de la repisa, se unió a la conversación mientras manipulaba unas cuantas anillas plásticas de esas que se utilizan para agrupar los refrescos. Las amontonó, las colocó una encima de otra y cuando ya estaban todas superpuestas, sacó la tijera y empezó a cortar los bordes sin dejar de hablar, como si lo que estaba haciendo fuera tan rutinario como secar los vasos o poner la cucharilla del café.
Me quedé mirándolo.
“¿Y eso?”- le dije.
“Es para los pájaros. Para que no se ahoguen”.
Y me sentí como una delincuente.
Ayer tarde había quedado con una amiga en el bar de detrás de casa, uno de esos garitos que el fin de semana se petan de jovenzanos pero que los días de diario son locales de parroquia fija a los que puedes acudir para echar un rato y unas risas si en la tele no hay nada decente.
Que es lo más habitual.
Tenía que pasar antes por el súper para hacer unas compras. Poca cosa: unas lonchas de jamón serrano que la dependienta me envolvió en papel para a continuación enfilmarlas y luego embolsarlas, unos filetes de pescado que la pescadera me puso en una bolsa termosellada que luego metió en otra bolsa para evitar los malos olores, medio kilo de pimientos en una malla plástica, un puñado de manzanas que metí en una bolsa, unos champiñones embandejados y enfilmados, un paquete de galletas compuesto a su vez por cuatro paquetes envasados de modo individual, una caja de cereales que tiré a la basura antes de salir porque abulta un montón y así no cargo más que con la bolsa, una barra de pan envasada en plástico, un bote de suavizante de esos que solo van llenos hasta la mitad y un bolsón de patatas fritas de los de tres cuartos de lo mismo.
Ah. Y turrón, que ahora es cuando apetece, aunque abrirlo te pueda llevar casi hasta Navidad, ya se sabe: celofán, caja y más plástico para proteger cada tableta. Pero en fin. Es lo que hay.
Llegué a casa, coloqué mi bolsa de plástico reutilizable sobre la mesa, recogí todo, me di una ducha y me bajé al bar. Mientras charlaba con unos amigos acerca de lo divino y de lo humano, el propietario del negocio, un chaval alto e inquieto, buena gente aunque con un punto canalla y una mala leche de las que hacen temblar a las botellas de la repisa, se unió a la conversación mientras manipulaba unas cuantas anillas plásticas de esas que se utilizan para agrupar los refrescos. Las amontonó, las colocó una encima de otra y cuando ya estaban todas superpuestas, sacó la tijera y empezó a cortar los bordes sin dejar de hablar, como si lo que estaba haciendo fuera tan rutinario como secar los vasos o poner la cucharilla del café.
Me quedé mirándolo.
“¿Y eso?”- le dije.
“Es para los pájaros. Para que no se ahoguen”.
Y me sentí como una delincuente.
#SafeCreative Mina Cb
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