LOS SANCHESKI
Fuimos niños suicidas. Bueno, más bien niñas, porque lo de los patines era cosa de chicas. De hecho, puede que fuese la única disciplina lúdica en que a las chicas nos dejaban ser más burras que los chicos. Que ya era serlo...
Los patines Sancheski eran como las inyecciones de la hepatitis: una experiencia brutal para la que no existía anestesia posible. Ni cura. Salvo la mercromina, que mi madre usó a ríos para sanarme las brechas que me hacía cuando daba con mis rodillas en el pavimento. Y es que la chavalería de mi generación debería haber nacido con cremalleras en las articulaciones. Tal era el gasto en tiritas y mercurocromo a que sometíamos al presupuesto familiar.
Lo de los patines tenía, cómo no, un pequeño rito iniciático. Una etapa del quiero y no puedo donde el “monitor” (en mi caso mi hermana) regulaba con esa llave metálica cuyo uso estaba prohibido a los principiantes uno de los patines hasta dejarlo a tu medida, te lo colocaba, atándote las hebillas de las correas dispuestas en cruz y preocupándose de que el extremo no quedase colgando, con el consiguiente riesgo de engancharse entre las ruedas y provocar un accidente, y luego te iba dando las instrucciones pertinentes acerca de cómo girar, reducir o acelerar. Lo de frenar era otro tema, puesto que los modelos más antiguos (y los míos lo eran) no tenían esas pequeñas ruedecillas delante a las que, con una enorme dosis de irresponsabilidad, los fabricantes llamaban “frenos”. De modo que, una vez pasado el período de aprendizaje y ya sobre dos patines, lo que hacíamos todos era poner los brazos estirados hacia adelante en plan Boris Karloff haciendo de Frankenstein y frenar contra lo primero que se nos presentaba: un coche (parado o en marcha), un muro, un vecino, otro patinador… en fin… cualquier cosa.
Los patines Sancheski eran patines-patines. O sea de kamikaze. De hierro, con sus cojinetes que se iban desprendiendo con el uso haciendo oscilar el conjunto peligrosamente y unas arandelas abombadas que acababan oxidadas y llenas de bollos. Por no hablar de las ruedas, que con el desgaste se iban convirtiendo en metálicas esferas casi cúbicas de aristas redondeadas y desiguales las unas con respecto a las otras. Entonces sí que tenía mérito rodar con esos dinosaurios mutantes sin partirse la crisma… que ahí me gustaría ver a mi a los tiparracos esos que bailotean en las pistas de hielo al ritmo de Chopin. Que así cualquiera mantiene el equilibrio.
Claro que a nosotros el riesgo nos ponía. Es más, montábamos en cólera cuando alguien nos proponía cambiar nuestros zapatos metálicos por una de esas mariconadas que acababan de salir al mercado y que llevaban unas ruedas rojas a caballo entre la goma y el plástico. Y que no hacían ni la mitad de ruido. Sobre todo al caerte. Porque las chufas con los Sancheski eran de órdago a la gorda. Que tú estabas en el suelo, de espaldas y con las patas para arriba, como las cucarachas, y cuando llegaba tu madre a la media hora a ti no habían podido levantarte pero las ruedas seguían rulando todavía. Y con ese chasquido, ese chinchinchin característico que se quedaba flotando en el aire mientras los circulillos giraban delante de tus ojos, maliciosos, como diciendo “Mira… yo aún funciono y tú no”. Y tu madre gritándote que le ibas a quitar la vida, y desabrochándote las correas casi incrustadas al tobillo (porque no todo el mundo las llevaba cruzadas, como debía ser), y las ruedecillas a lo suyo, chinchinchin… mientras toda la chavalería hacía pasillo en medio de un silencio sepulcral a tu triunfal desfile, las rodillas ensangrentadas, altiva y orgullosa, rumbo a casa, donde te esperaban la esponja, la mercromina, el agua oxigenada y una bronca del quince por empeñarte en seguir usando esos patines en vez de ponerte los “en línea” que te había traído tu tío el de Alemania.
#SafeCreative Mina Cb
Fuimos niños suicidas. Bueno, más bien niñas, porque lo de los patines era cosa de chicas. De hecho, puede que fuese la única disciplina lúdica en que a las chicas nos dejaban ser más burras que los chicos. Que ya era serlo...
Los patines Sancheski eran como las inyecciones de la hepatitis: una experiencia brutal para la que no existía anestesia posible. Ni cura. Salvo la mercromina, que mi madre usó a ríos para sanarme las brechas que me hacía cuando daba con mis rodillas en el pavimento. Y es que la chavalería de mi generación debería haber nacido con cremalleras en las articulaciones. Tal era el gasto en tiritas y mercurocromo a que sometíamos al presupuesto familiar.
Lo de los patines tenía, cómo no, un pequeño rito iniciático. Una etapa del quiero y no puedo donde el “monitor” (en mi caso mi hermana) regulaba con esa llave metálica cuyo uso estaba prohibido a los principiantes uno de los patines hasta dejarlo a tu medida, te lo colocaba, atándote las hebillas de las correas dispuestas en cruz y preocupándose de que el extremo no quedase colgando, con el consiguiente riesgo de engancharse entre las ruedas y provocar un accidente, y luego te iba dando las instrucciones pertinentes acerca de cómo girar, reducir o acelerar. Lo de frenar era otro tema, puesto que los modelos más antiguos (y los míos lo eran) no tenían esas pequeñas ruedecillas delante a las que, con una enorme dosis de irresponsabilidad, los fabricantes llamaban “frenos”. De modo que, una vez pasado el período de aprendizaje y ya sobre dos patines, lo que hacíamos todos era poner los brazos estirados hacia adelante en plan Boris Karloff haciendo de Frankenstein y frenar contra lo primero que se nos presentaba: un coche (parado o en marcha), un muro, un vecino, otro patinador… en fin… cualquier cosa.
Los patines Sancheski eran patines-patines. O sea de kamikaze. De hierro, con sus cojinetes que se iban desprendiendo con el uso haciendo oscilar el conjunto peligrosamente y unas arandelas abombadas que acababan oxidadas y llenas de bollos. Por no hablar de las ruedas, que con el desgaste se iban convirtiendo en metálicas esferas casi cúbicas de aristas redondeadas y desiguales las unas con respecto a las otras. Entonces sí que tenía mérito rodar con esos dinosaurios mutantes sin partirse la crisma… que ahí me gustaría ver a mi a los tiparracos esos que bailotean en las pistas de hielo al ritmo de Chopin. Que así cualquiera mantiene el equilibrio.
Claro que a nosotros el riesgo nos ponía. Es más, montábamos en cólera cuando alguien nos proponía cambiar nuestros zapatos metálicos por una de esas mariconadas que acababan de salir al mercado y que llevaban unas ruedas rojas a caballo entre la goma y el plástico. Y que no hacían ni la mitad de ruido. Sobre todo al caerte. Porque las chufas con los Sancheski eran de órdago a la gorda. Que tú estabas en el suelo, de espaldas y con las patas para arriba, como las cucarachas, y cuando llegaba tu madre a la media hora a ti no habían podido levantarte pero las ruedas seguían rulando todavía. Y con ese chasquido, ese chinchinchin característico que se quedaba flotando en el aire mientras los circulillos giraban delante de tus ojos, maliciosos, como diciendo “Mira… yo aún funciono y tú no”. Y tu madre gritándote que le ibas a quitar la vida, y desabrochándote las correas casi incrustadas al tobillo (porque no todo el mundo las llevaba cruzadas, como debía ser), y las ruedecillas a lo suyo, chinchinchin… mientras toda la chavalería hacía pasillo en medio de un silencio sepulcral a tu triunfal desfile, las rodillas ensangrentadas, altiva y orgullosa, rumbo a casa, donde te esperaban la esponja, la mercromina, el agua oxigenada y una bronca del quince por empeñarte en seguir usando esos patines en vez de ponerte los “en línea” que te había traído tu tío el de Alemania.
#SafeCreative Mina Cb
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