CUANDO FUIMOS INMORTALES
Hubo un tiempo en que fuimos inmortales. Nosotros ya no nos acordamos. Porque no nos conviene. Porque tenemos que dotar de credibilidad a esas broncas que les echamos a los chavales cuando les reñimos por hacer exactamente lo mismo por lo que nos reñían nuestros padres. Y por lo que ellos, les guste o no, reñirán a sus hijos el día de mañana.
Fuimos inmortales, digo. Aunque no lo recordemos. Lo fuimos y disfrutamos de ello. De esa sensación de invulnerabilidad con que la adolescencia se reviste. De ese sentimiento de que nada podía sucedernos. De que todos los riesgos eran asumibles. Y de que, en caso de pasar algo, siempre les pasaría a los demás. Y no a nosotros. Fuimos inmortales, además, en una época en la que las televisiones no mostraban tantas tragedias. En la que al personal no se le metía tanto miedo. En la que los padres no trataban a los niños como si fueran de porcelana china.
Fuimos inmortales, insisto. Condujimos bebidos, follamos sin condones, fumamos como cosacos y probamos las drogas. En mayor o menor medida pero la mayoría lo hicimos. Tuvimos sueños y quimeras. Creímos en utopías y en cambios sociales que ahora nos parecen inviables. Desafiamos a la autoridad. Nos emborrachamos y fuimos alborotando por la calle a las tantas de la madrugada. Y llegamos a las manos por amor o por celos. Y nos reímos de todas las advertencias que los adultos nos hacían. Nos pasamos sus recomendaciones por el arco del triunfo y quisimos arriesgarnos a ser nosotros mismos. Sin asumir los riesgos. O sin ser conscientes de ellos. Porque en eso precisamente consiste el aprendizaje: en la experimentación.
Fuimos inmortales, recalco. Desobedecimos. Nos rebelamos. Y quisimos ser los dueños de nuestras vidas. Sin ellos, los adultos, marcándonos el paso desde cerca. Y sólo la experiencia y el dolor nos hicieron al fin conscientes de nuestra condición mortal: El primer accidente de fatales consecuencias. El primer funeral de ese primer amigo. Las primeras lágrimas vertidas de verdad. El primer adiós sin un director gritando “corten” y el muerto levantándose mientras se sacudía el polvo de los pantalones. Mala suerte, compañero. La vida es así… Nadie nos dio un papel para firmarlo a la llegada. No hay contrato ni cláusulas. Ni letra pequeña. Ni maestro armero a quien pedirle cuentas. Y un día, delante de una fosa abierta, escuchando el ronco sonido de la grúa que deja caer el ataúd en medio de un silencio impenitente, los veinte años se esfuman y se quedan ahí, varios metros bajo tierra, junto al amigo desdichado al que nunca volverás a ver. Y el alma escupe maldiciones hacia adentro, mil por qués cuya respuesta será siempre un enigma.
Y ya nada es lo mismo.
Ni nunca lo será.
#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Jesus Marquina Arellano
Hubo un tiempo en que fuimos inmortales. Nosotros ya no nos acordamos. Porque no nos conviene. Porque tenemos que dotar de credibilidad a esas broncas que les echamos a los chavales cuando les reñimos por hacer exactamente lo mismo por lo que nos reñían nuestros padres. Y por lo que ellos, les guste o no, reñirán a sus hijos el día de mañana.
Fuimos inmortales, digo. Aunque no lo recordemos. Lo fuimos y disfrutamos de ello. De esa sensación de invulnerabilidad con que la adolescencia se reviste. De ese sentimiento de que nada podía sucedernos. De que todos los riesgos eran asumibles. Y de que, en caso de pasar algo, siempre les pasaría a los demás. Y no a nosotros. Fuimos inmortales, además, en una época en la que las televisiones no mostraban tantas tragedias. En la que al personal no se le metía tanto miedo. En la que los padres no trataban a los niños como si fueran de porcelana china.
Fuimos inmortales, insisto. Condujimos bebidos, follamos sin condones, fumamos como cosacos y probamos las drogas. En mayor o menor medida pero la mayoría lo hicimos. Tuvimos sueños y quimeras. Creímos en utopías y en cambios sociales que ahora nos parecen inviables. Desafiamos a la autoridad. Nos emborrachamos y fuimos alborotando por la calle a las tantas de la madrugada. Y llegamos a las manos por amor o por celos. Y nos reímos de todas las advertencias que los adultos nos hacían. Nos pasamos sus recomendaciones por el arco del triunfo y quisimos arriesgarnos a ser nosotros mismos. Sin asumir los riesgos. O sin ser conscientes de ellos. Porque en eso precisamente consiste el aprendizaje: en la experimentación.
Fuimos inmortales, recalco. Desobedecimos. Nos rebelamos. Y quisimos ser los dueños de nuestras vidas. Sin ellos, los adultos, marcándonos el paso desde cerca. Y sólo la experiencia y el dolor nos hicieron al fin conscientes de nuestra condición mortal: El primer accidente de fatales consecuencias. El primer funeral de ese primer amigo. Las primeras lágrimas vertidas de verdad. El primer adiós sin un director gritando “corten” y el muerto levantándose mientras se sacudía el polvo de los pantalones. Mala suerte, compañero. La vida es así… Nadie nos dio un papel para firmarlo a la llegada. No hay contrato ni cláusulas. Ni letra pequeña. Ni maestro armero a quien pedirle cuentas. Y un día, delante de una fosa abierta, escuchando el ronco sonido de la grúa que deja caer el ataúd en medio de un silencio impenitente, los veinte años se esfuman y se quedan ahí, varios metros bajo tierra, junto al amigo desdichado al que nunca volverás a ver. Y el alma escupe maldiciones hacia adentro, mil por qués cuya respuesta será siempre un enigma.
Y ya nada es lo mismo.
Ni nunca lo será.
#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Jesus Marquina Arellano
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