A FLOR DE PIEL
Descorrió
la cortina para proceder al reconocimiento. La paciente yacía sobre la camilla,
los ojos cerrados y una sábana que apenas le cubría del pecho hasta las ingles.
Ella temblaba, la piel blanca y fría mientras él examinaba las ronchas que se
iban extendiendo por doquier. Eran como pequeñas pústulas rojizas sin apenas
relieve que salpicaban su epidermis. Retiró un poco el lienzo para comprobar si
el reparto era uniforme y quedó al descubierto un cuerpo núbil y perfecto,
ideal incluso, de una tersura que jamás había visto pese a las imperfecciones
de la enfermedad que tanto preocupaba a las hermanas y que él, en principio y
cuando le expusieron el caso, había achacado al aislamiento y a la
incomprensión por parte del resto del grupo. Y que su conversación con la
paciente antes de iniciar el reconocimiento físico no había hecho sino
certificar.
Intentó
concentrarse en su trabajo y posó sus manos sobre una de las manchas para
comprobar la textura. Acercó la lupa y se aproximó para ver más de cerca la
lesión. Fue entonces cuando sintió cómo la respiración de ella se agitaba, un
gemido apenas perceptible que se agudizó cuando él colocó sus dedos sobre el
lunar, haciéndolos girar despacio para comprobar su textura, primero en una
dirección y luego en la otra, un círculo concéntrico que él dibujaba lenta,
dulce, delicadamente…
Hubo de
detenerse al notar su propia excitación. Se incorporó y fue entonces cuando vio
sus senos hinchados, los pezones endurecidos apuntando hacia lo alto, los
labios entreabiertos dibujando una sensual sonrisa, los ojos cerrados, la
plácida expresión… y el acompasado vaivén del tórax tensando el vientre y
descubriendo allá, al fondo, el frondoso bosque de su vello púbico.
Siguió
palpando las ronchas, ahora más una caricia que una auscultación, y los
círculos se fueron ampliando hasta abarcar todo su vientre, la hendida línea
del esternón, el redondo contorno de sus pequeños pechos, sus hombros blancos y
huesudos… y ella se agitaba, dejándose llevar, los ojos cerrados, suspirando y gimiendo
quedamente, arqueando la espalda, elevando la zona prohibida de forma que él
sentía su olor invadiéndolo todo…
Miró a
la silla donde reposaban, impecablemente dobladas, sus ropas de novicia
erróneamente confinada en un convento. Miró los hábitos y a continuación la
miró a ella, tendida sobre la camilla, desnuda y blanca, virginal y a un tiempo
henchida de deseo… Contempló la placidez y la angustia que su rostro reflejaba,
miró sus cabellos negros y brillantes que habían llegado ocultos por la toca,
reparó una vez más en la perfección de la línea de su vientre, en la armonía de
sus formas, en el modo en que su pecho se agitaba cada vez que sus dedos se
posaban en la piel…
La
contemplaba mudo, maravillado, como
nunca en la vida lo había estado delante de un cuerpo de mujer. Excitado
por su presencia evanescente y por ese olor a hembra que se le metía en el
cerebro y le impedía pensar con claridad.
Tomó la
sábana para cubrirla y le pidió que se vistiera. Una vez lo hubo hecho la
acompañó hasta la puerta y la dejó marchar sin decir una palabra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario