sábado, 30 de noviembre de 2013




A FLOR DE PIEL
 
Descorrió la cortina para proceder al reconocimiento. La paciente yacía sobre la camilla, los ojos cerrados y una sábana que apenas le cubría del pecho hasta las ingles. Ella temblaba, la piel blanca y fría mientras él examinaba las ronchas que se iban extendiendo por doquier. Eran como pequeñas pústulas rojizas sin apenas relieve que salpicaban su epidermis. Retiró un poco el lienzo para comprobar si el reparto era uniforme y quedó al descubierto un cuerpo núbil y perfecto, ideal incluso, de una tersura que jamás había visto pese a las imperfecciones de la enfermedad que tanto preocupaba a las hermanas y que él, en principio y cuando le expusieron el caso, había achacado al aislamiento y a la incomprensión por parte del resto del grupo. Y que su conversación con la paciente antes de iniciar el reconocimiento físico no había hecho sino certificar.
 
Intentó concentrarse en su trabajo y posó sus manos sobre una de las manchas para comprobar la textura. Acercó la lupa y se aproximó para ver más de cerca la lesión. Fue entonces cuando sintió cómo la respiración de ella se agitaba, un gemido apenas perceptible que se agudizó cuando él colocó sus dedos sobre el lunar, haciéndolos girar despacio para comprobar su textura, primero en una dirección y luego en la otra, un círculo concéntrico que él dibujaba lenta, dulce, delicadamente…
Hubo de detenerse al notar su propia excitación. Se incorporó y fue entonces cuando vio sus senos hinchados, los pezones endurecidos apuntando hacia lo alto, los labios entreabiertos dibujando una sensual sonrisa, los ojos cerrados, la plácida expresión… y el acompasado vaivén del tórax tensando el vientre y descubriendo allá, al fondo, el frondoso bosque de su vello púbico.
Siguió palpando las ronchas, ahora más una caricia que una auscultación, y los círculos se fueron ampliando hasta abarcar todo su vientre, la hendida línea del esternón, el redondo contorno de sus pequeños pechos, sus hombros blancos y huesudos… y ella se agitaba, dejándose llevar,  los ojos cerrados, suspirando y gimiendo quedamente, arqueando la espalda, elevando la zona prohibida de forma que él sentía su olor invadiéndolo todo…
 
Miró a la silla donde reposaban, impecablemente dobladas, sus ropas de novicia erróneamente confinada en un convento. Miró los hábitos y a continuación la miró a ella, tendida sobre la camilla, desnuda y blanca, virginal y a un tiempo henchida de deseo… Contempló la placidez y la angustia que su rostro reflejaba, miró sus cabellos negros y brillantes que habían llegado ocultos por la toca, reparó una vez más en la perfección de la línea de su vientre, en la armonía de sus formas, en el modo en que su pecho se agitaba cada vez que sus dedos se posaban en la piel…
La contemplaba mudo, maravillado, como  nunca en la vida lo había estado delante de un cuerpo de mujer. Excitado por su presencia evanescente y por ese olor a hembra que se le metía en el cerebro y le impedía pensar con claridad.
 
Tomó la sábana para cubrirla y le pidió que se vistiera. Una vez lo hubo hecho la acompañó hasta la puerta y la dejó marchar sin decir una palabra.


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