NADA
MÁS QUE AGUA
Nada
más que agua. Eso era lo que pensaba.
Era la primera vez que le regalaban flores. Bueno, que un hombre le regalaba flores.
Era la primera vez que le regalaban flores. Bueno, que un hombre le regalaba flores.
Era la
primera cita y él apareció con un bello rosal que ella colocó sobre la mesa del
salón, bien visible y bañado de luz por todas partes. Más que nada porque aquél
encuentro prometía una historia de amor de las que sólo se viven una vez en la
vida y ella se había propuesto prodigar a la planta los cuidados necesarios
para que su existencia fuera larga, bella y floreciente. Como ese incipiente y gran
amor.
Tampoco
era tan difícil, se dijo: al fin y al cabo es una planta. Sólo hay que regarla.
Sólo eso. Ella había tenido dos gatos, un perro y un canario que habían muerto
de viejos y en la actualidad convivía con un cocker de casi veinte años, que no
está mal del todo para un can. Así que lo del rosal sería pan comido.
Lo
regaba a diario y a la misma hora con agua del tiempo, ni fría ni caliente, que
había dejado reposar para evaporar el cloro. Le hablaba y le ponía a Bach, que
a ella le aburría un poco pero que era el músico favorito de su chico. Lo
resguardaba de las corrientes y del calor excesivo, guisaba con la puerta de la
cocina cerrada para que no le molestase el humo y hasta se salía a fumar a la
terraza para no incomodarlo. Y dejó de utilizar ambientadores e insecticidas
por si podían resultarle tóxicos.
En fin,
que sólo le faltó comprarle una mampara como la de los quesos para protegerlo.
Pero de
nada sirvieron sus cuidados porque poco a poco las hojas se fueron secando y
cayendo, y el frondoso rosal se convirtió en tan sólo dos semanas en un triste
sarmiento hincado en la maceta, como una bandera sin tela clavada entre las
piedras de un desierto. Y ni los cuidados de su madre, que tenía un don
especial para las plantas, fueron capaces de resucitarlo.
No se
atrevía a confesárselo. Qué pensaría de saber que era incapaz de ocuparse
durante quince días de una planta sin hacer que se pudriera. De modo que
decidió, y puesto que él vendría a cenar a la noche siguiente, comprar un tiesto
idéntico y demostrarle así que su amor por él era tan grande que incluso el
rosal se embellecía, permaneciendo como al principio, al verla tan feliz y
enamorada.
En esos
pensamientos se hallaba cuando sonó el timbre de al puerta. Era él, que pasaba
por allí y había decidido hacerle una visita. Lo miró y no supo bien cómo
reaccionar. Pensó en echarlo de allí con una excusa, en decirle que le dolía la
cabeza, en contarle una mentira, en fin, y así ganar tiempo para sustituir la
planta que aún “lucía” sobre la mesa del salón, a escasos metros de donde se
encontraban.
Finalmente
tomó aliento, lo dejó pasar y antes de que pudiera moverse le estampó un beso
de tornillo tras el cual le soltó, solemne:
“Cariño… hay algo que tengo que decirte”
“Cariño… hay algo que tengo que decirte”
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