COMO
MANDA LA TRADICIÓN
Le
había costado una discusión de las que hacen época, pero lo tenía decidido y
esta vez no cedió. Ya había consentido, por no darle un disgusto a su madre, en
hacer el paripé de la cena de Nochebuena y no tenía la menor intención de
repetirlo. Este año, por fin, era libre.
Y haría
lo que le saliese de las narices.
Durante
las últimas dos décadas las Navidades habían sido una guerra donde la más
cruenta de las batallas se libraba el día 31. Su mujer procedía de una familia
muy pija y muy católica y los días 24 y 25 los pasaban con su familia,
atiborrándose de comer y de beber delante del nacimiento, haciéndose regalos
que costaban un ojo de la cara, cantando villancicos y criticando a los
parientes. Él acudía vestido de pingüino y participaba sin ningún problema,
pese a que ésta no era su actividad favorita y a que siempre se había sentido
encorsetado en presencia de esa gente tan fina y tan conservadora. Pero cuando
uno se casa la familia viene en el paquete. Así que lo aceptaba sin chistar.
Otra
cosa era la Nochevieja. A él le gustaba pasar una velada festiva aunque
tranquila con sus padres y hermanos y a ella lo que le molaba era reservar mesa
en una sala superchic y salir a ponerse hasta las trancas de champagne y de
marisco. Él tragó durante los primeros años, hasta que llegaron los niños y eso
fue la excusa perfecta para evitar las salidas, pese a los enfados de ella, que
insistía en dejar a los peques en casa de los abuelos la tarde del 31 y volver
a por ellos la noche del 1… O la mañana del 2.
Pero él
estaba hasta el gorro de saraos de Nochevieja y no cedía, y al final o bien se
presentaban de morros en casa de sus padres y amargaban la cena a toda la
familia o bien ella se largaba de cotillón con sus amigas y la madre de él, al
verlo aparecer sólo con los niños, se echaba a llorar como una magdalena. Y
vuelta al drama.
Hasta
que un día ella encontró a un tipo más acorde con sus aficiones y le pidió el
divorcio. Y él se lo concedió al instante y sin pestañear. Y aquel año, tras
haber tenido a sus hijos durante la primera semana de las vacaciones, se
encontraba más solo que la una y más a gusto que un arbusto. De modo que se
compró un bogavante y una botella de Chivas, cargó su pipa con un buen tabaco,
se preparó un par de huevos fritos con panceta (sí, ya sabía que no pegaban ni
con el Chivas ni con el bogavante, pero era lo que le apetecía), desconectó los
teléfonos para que su madre no pudiera llamarlo y suplicarle entre sollozos que
por favor no se quedara solo, programó en el home cinema la trilogía del
Padrino y se sentó en el sofá. Cenó, se encendió la pipa y abrió la botella de
whisky.
Eran
las siete de la tarde del día de Año Nuevo cuando abrió los ojos. Tenía una
resaca espantosa y le dolía la espalda.
Pero se
sentía feliz.
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