jueves, 13 de septiembre de 2018

La imagen puede contener: noche, cielo, árbol y exterior 



EPHEMERAS

Recuerdo perfectamente cómo aleteaban, zumbadoras, sobre el pavimento de casa en el transcurso de los veranos infantiles. Yo solía quedarme mirándolas con asco, entre hipnotizada y temerosa, mientras giraban, como la tierra, en círculos al tiempo que sobre su propio eje, desorientadas y ruidosas hasta detenerse. Se colaban sin pudor por la ventana abierta, atraídas sin duda por la araña de seis brazos que colgaba del techo del salón y pasaban un buen rato (o al menos esa impresión me daba a mí) jugueteando en torno a las bujías alargadas antes de precipitarse sobre las baldosas de terrazo punteado y comenzar esa danza que terminaba con la muerte.
Confieso que me daban tanto repelús que hasta llegué a pisarlas si se me acercaban mucho. Pero es que entonces me daban miedo las arañas, los ciempiés, los gatos, el coco, las lagartijas, los murciélagos y un largo etcétera que hasta comprendía a los gitanos. Y es que a las niñas setenteras nos educaban para tenerle miedo a todo, que es el comportamiento que entonces se esperaba de una señorita en condiciones; y a la que se le ocurría meter una hormiga en una telaraña la llamaban chicazo y la metían al despacho del director, que era un lugar forrado de libros hasta arriba y con una foto del caudillo en la pared.

Años tardé en reconciliarme con las bestias; en rescatar murciélagos, en adoptar un gato y en aprender que los gitanos son gente extraordinaria. Al coco reconozco que aún le tengo miedo, pero es difícil que me lo tropiece. A las arañas sigo sin tocarlas aunque me arrimo a ellas razonablemente; igual que a los ciempiés y lagartijas. Y en cuanto a esas frágiles y blancas mariposas, tengo que confesar que algunas noches me gusta acercarme hasta el puente y pasear despacio, contemplando esa lluvia pálida y vibrátil que nos pone ante los ojos, durante un breve periodo del verano, la fugaz condición de la existencia.

#‎SafeCreative‬ Mina Cb

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