viernes, 3 de abril de 2015



EL PLANTE DE LA DOLOROSA

Al principio era feliz. Vivía en un bosque, se aletargaba en invierno, florecía en primavera, se agostaba en verano y se desvestía en otoño. Y la vida pasaba plácidamente.
Hasta que llegó aquel maldito leñador, le pegó un tajo al árbol y lo cortó en pedazos. Nunca supo para qué sirvieron el resto, si fueron utilizados para alimentar fogatas o para fabricar muebles. Sólo recordaba las palabras de aquel hombre barbicano que se le quedó mirando y dijo:
“Es un buen corte. Llevadlo a mi taller.”

Y allí se pegó meses, arrinconado, atontado por el olor de las colas y los disolventes hasta que el artesano se acercó un día con un formón y empezó la tortura.
Fueron semanas de un dolor insoportable, tirones para arrancarle la corteza, punzadas constantes, trozos de carne arrancados a golpe de de gubia y de cepillo, incisiones por todas partes, su piel irritada por el roce de la lija… Y luego toda esa sesión cosmética: ungüentos malolientes, pinturas abrasivas, barnices irritantes…
Y al fin ese vestido negro tan triste y tan pesado.
Era el siglo dieciocho.

Ella (porque ya no era él sino ella) veía pasar las centurias, aburrida y triste, y miraba con envidia desde su capilla a las niñas que venían en primavera ataviadas de fiesta, con sus trajes de volantes y sus flores en el pelo. Y se preguntaba por qué aquél tallista desagradecido y huraño no le había puesto uno de esos vestidos de faralaes, y una peineta, e incluso un par de castañuelas. Y por qué en vez de para la Feria, que era alegre y además hacía buen tiempo, la sacaban a principios de estación, en Marzo o en Abril, y al atardecer, cuando ya refrescaba y en no pocas ocasiones amenazaba lluvia. Y en un desfile tan triste y tan tenebroso, con esos personajes siniestros con la cara tapada y cargados de cadenas…

Más de cien años llevaba dándole vueltas a la idea. Y al fin se decidió. Y la mañana del Viernes de Dolores, cuando el sacristán abrió la capilla para dejara entrar a los cofrades que se encargarían de preparar el paso, la virgen dio dos palmadas con sus arbóreas manos y les dijo a todos:
“¡Se acabó el luto! O me vestís de flamenca o este año no me sube al palio ni Dios”

Los cofrades se quedaron de una pieza. Blancos como la cera de las velas que adornaban el lugar. No se atrevieron ni a responder, tal era la determinación que emanaba del rostro de la Virgen. Y fueron rápidamente a hablar con el párroco, y luego con el deán, y después con el obispo. En efecto, era imposible mover la imagen. La virgen, prodigiosa al fin y al cabo como todas las de su condición, había desplegado en torno a ella un halo magnético que impedía que nadie se acercase.
Las horas pasaban y nada sucedía. Los fieles esperaban en la puerta. El momento estaba próximo y nadie sabía bien qué hacer. Hasta que el párroco, que era un hombre muy moderno dijo que bueno, que mejor era no tentar al diablo y que al fin y al cabo bastantes años llevaba ya la pobre vestida de negro. Y que eran otros tiempos.

A la Dolorosa se le saltaron las lágrimas de alegría cuando vio el traje de faralaes a sus pies. Hizo salir a todo el mundo y se vistió sola. Se pintó los colores, se rizó las pestañas y se colocó un collar rojo de cuentas y unos pendientes de pinza, enormes y coloridos. Y levitó hasta las andas, instalándose a su gusto y cambiando el color y la disposición de las flores. Y una vez que todo estuvo dispuesto abrió las puertas para que los cofrades entraran y la vieran.

Entonces, y sólo entonces, pudo salir la procesión.

#SafeCreative Mina Cb
Foto de Félix Esáin

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