DE PARAÍSOS Y NAUFRAGIOS
Hace algunos años visité Luxemburgo. Me pareció un poco sosorrón, aunque curioso ese pequeño país casi incrustado entre dos grandes potencias, envuelto en vegetación y un tanto frío para mi mediterráneo gusto. Recuerdo que en los baños del camping donde estuve había agua caliente todo el día. Y calefacción. En junio nada menos. Y hasta hilo musical. Y unas duchas que aquí no las encuentras ni en un hotel de cinco estrellas. La capital es una gran ciudad bastante pija, amurallada y con una zona medieval con mucho encanto. Había un concierto en un teatro de la plaza. Y estatuas con leyendas en las tres lenguas oficiales del ducado: francés, alemán y luxemburgués. Las calles estaban salpicadas de pequeños negocios regentados por inmigrantes portugueses e italianos en su mayoría. Y yo me alegré mucho puesto que, al no ser el francés su lengua nativa, hablaban despacito y me resultaba muy fácil entenderlos.
Nos sentamos a cenar en un restaurante italiano regentado por una familia portuguesa (tiene bemoles, sí) y en el transcurso de la velada un hombre moreno (que no negro) pasó vendiendo flores. Más tarde, y ya entrada la noche, la cuidad me reservaba otra sorpresa: locales de alterne en pleno centro. Garitos legales abiertos al público donde las chicas, impecablemente vestidas (eso sí, dentro de su estilo, ya me entienden…) charlaban entre ellas sentadas a las mesas situadas tras las enormes cristaleras del lupanar. Chicas guapas. Guapísimas algunas. Jovencitas de rasgos eslavos teñidas de rubio y maquilladas con primor que podrían protagonizar una película de amor en Hollywood. Prostitutas legales. Y de lujo imagino.
Una cuidad tranquila y sorprendente. Idílica. Sobre todo porque en las calles era imposible encontrarse un vagabundo. Ni uno solo. Rien de rien, que diría la Piaf. Y la verdad es que este detalle, que probablemente encante a los turistas (callejear sin chusma, vaya lujo), a mí me dejó un poquito mosca. No quise hacer preguntas estando tan lejos de mi casa. Que nunca se sabe con quién estás hablando. Pero yo al final hasta estaba obsesionada: recorría los barrios mirando en los rincones y debajo de los puentes a la caza de un mendigo amorrado a un tetrabrik. Pero no hallé ninguno. Y me pregunté si no existirá algún guetto a las afueras en donde se hallen confinados. O si la policía no cogerá a los que se encuentre por la calle, les dará un bocadillo de mortadela y los meterá en el primer tren que salga con destino a cualquier parte, qué más da con tal de que abandonen el país.
No sé… se me hizo raro. Y me largué de allí muy mosqueada.
Mucho.
Este mediodía lo he oído. En la radio. Lo de la reunión para tratar el tema de la inmigración tras el último naufragio. Y casi se me corta la digestión.
Se está llevando a cabo en Luxemburgo.
#SafeCreative Mina Cb
Hace algunos años visité Luxemburgo. Me pareció un poco sosorrón, aunque curioso ese pequeño país casi incrustado entre dos grandes potencias, envuelto en vegetación y un tanto frío para mi mediterráneo gusto. Recuerdo que en los baños del camping donde estuve había agua caliente todo el día. Y calefacción. En junio nada menos. Y hasta hilo musical. Y unas duchas que aquí no las encuentras ni en un hotel de cinco estrellas. La capital es una gran ciudad bastante pija, amurallada y con una zona medieval con mucho encanto. Había un concierto en un teatro de la plaza. Y estatuas con leyendas en las tres lenguas oficiales del ducado: francés, alemán y luxemburgués. Las calles estaban salpicadas de pequeños negocios regentados por inmigrantes portugueses e italianos en su mayoría. Y yo me alegré mucho puesto que, al no ser el francés su lengua nativa, hablaban despacito y me resultaba muy fácil entenderlos.
Nos sentamos a cenar en un restaurante italiano regentado por una familia portuguesa (tiene bemoles, sí) y en el transcurso de la velada un hombre moreno (que no negro) pasó vendiendo flores. Más tarde, y ya entrada la noche, la cuidad me reservaba otra sorpresa: locales de alterne en pleno centro. Garitos legales abiertos al público donde las chicas, impecablemente vestidas (eso sí, dentro de su estilo, ya me entienden…) charlaban entre ellas sentadas a las mesas situadas tras las enormes cristaleras del lupanar. Chicas guapas. Guapísimas algunas. Jovencitas de rasgos eslavos teñidas de rubio y maquilladas con primor que podrían protagonizar una película de amor en Hollywood. Prostitutas legales. Y de lujo imagino.
Una cuidad tranquila y sorprendente. Idílica. Sobre todo porque en las calles era imposible encontrarse un vagabundo. Ni uno solo. Rien de rien, que diría la Piaf. Y la verdad es que este detalle, que probablemente encante a los turistas (callejear sin chusma, vaya lujo), a mí me dejó un poquito mosca. No quise hacer preguntas estando tan lejos de mi casa. Que nunca se sabe con quién estás hablando. Pero yo al final hasta estaba obsesionada: recorría los barrios mirando en los rincones y debajo de los puentes a la caza de un mendigo amorrado a un tetrabrik. Pero no hallé ninguno. Y me pregunté si no existirá algún guetto a las afueras en donde se hallen confinados. O si la policía no cogerá a los que se encuentre por la calle, les dará un bocadillo de mortadela y los meterá en el primer tren que salga con destino a cualquier parte, qué más da con tal de que abandonen el país.
No sé… se me hizo raro. Y me largué de allí muy mosqueada.
Mucho.
Este mediodía lo he oído. En la radio. Lo de la reunión para tratar el tema de la inmigración tras el último naufragio. Y casi se me corta la digestión.
Se está llevando a cabo en Luxemburgo.
#SafeCreative Mina Cb
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