CAMINO A JAVIER
Mi padre casi escupió la sopa del ataque de risa que le dio:
“Ni al Plano vas a llegar”- me dijo. “Pero tú vete, vete…”
El punto de encuentro era el extinto kiosko de la Mejana y la cosa no pudo empezar peor, porque a uno de los miembros de la expedición se le rompió una correa de la mochila y hubimos de repartirnos entre todos el surtidísimo y pesado equipo de supervivencia con que había salido de casa. No en vano el muchacho había hecho la mili en aviación y conservaba cierto espíritu aventurero. Claro que eso tenía poco que ver con los cuatro botes de melocotón en almíbar que nadie quiso acarrear y que, pese a sus protestas, se quedaron en Tudela. No así el enorme paraguas negro que, dicho sea de paso, nos vino muy bien como sombrilla.
Porque aquél año fue de los que hizo calor.
Porque aquél año fue de los que hizo calor.
La mañana era radiante y en cuanto el sol salió la ropa ya sobraba. La gente bromeaba por el Ventorrillo: reían, cantaban, hacían carreras… Ya al llegar a la recta los ánimos se fueron calmando conforme el asfalto se clavaba en las plantas de los pies y las primeras calenturas se manifestaban. Nos esperaba el reconfortante paso por la panadería de Arguedas y esas fantásticas ensaimadas rociadas de azúcar que entraban a esas horas como pan bendito. Y un café caliente que templaba el estómago y el alma.
Pero poco dura la alegría en casa del pobre, porque la ascensión al Yugo era un poco como las escenas de los dibujos animados donde los muñecos andan y andan y la casa sigue siempre en el quinto pino. La jodida ermita se veía todo el rato igual de pequeña, y el justiciero sol de la Bardena empezaba a hacer estragos, unido al peso de las mochilas que nos hacían combarnos de forma que parecíamos un ejército de caracoles sudorosos. Al fin, y con la lengua fuera, llegábamos a la explanada: el ratico sentados, el almuerzo, el vino, la cerveza y de nuevo las risas y los cantos… y el descenso hacia el Plano, interminable y yermo, con los aviones atronando el horizonte, y ese silencio calmo, y el cielo azul e inmenso, y de nuevo el cansancio y los jadeos, y las calenturas convertidas en ampollas que ralentizan la marcha y nos hacen renquear, y el peso que se va apoderando del espinazo.
Y al cabo el punto de encuentro, y el rancho, y el vino y la conversación, y de nuevo las risas, y el paraguas abierto por el sol de justicia, y quitarse las botas para luego (horror de los horrores) enfundárselas de nuevo y sentir como si los pies acabasen de entrar en las calderas del infierno. Y otra vez Bardena, ya rumbo a Carcastillo, la meta del día, cansados pero alegres porque la etapa acaba. Y ese bendito baño de pies en la Oliva, junto al blanco monasterio donde los monjes destilan caldos y cultivan hortalizas. Y el puente, y el pueblo, y el suelo donde se extienden sin orden ni concierto colchonetas y sacos (el que llega primero elige tarima, el resto tienen que dormir sobre terrazo), y el concierto de ronquidos, y el alboroto de quienes vuelven a las tantas y pasados de copas… y la guardia civil (de esto hace muchos años), y los gritos, y el personal que se despierta y luego se vuelve a adormecer… Porque en el camino no se duerme, sólo se estiran los huesos en horizontal. Y la mañana que llega torpe y dolorida, los cuerpos que se remueven como a cámara lenta, zombis que se yerguen de sus lechos e intentan ajustar sus pasos, como muñecos de hojalata, clac, clac… Y el desayuno en el bar, café caliente y bollos recién hechos, y de nuevo el dolor de cargar con la mochila, los hombros rotos al sentir las cuerdas… Y el tedioso paseo campo a través rumbo a San Isidro del Pinar, fincas sembradas de cereales, secarrales pedregosos, atajos que atraviesan acequias a las que siempre alguien acaba por caerse, caballos que salpican, charcos tan grandes que podrían albergar al monstruo del lago Ness… Y a la postre el pueblecito con su amable parque y su caseta. Y el descanso al sol. Y la mirada puesta en la siguiente etapa: la concurrencia respetuosa y exaltada ante le inminente llegada a la sierra de Peña, donde uno se queda solo con sus piernas y su ego. No hay coches de asistencia. Hay que subir sí o sí.
El camino es largo y agradable, bello y animado. Y la falda es agreste y aireada: se respira verdor. El ascenso es tendido casi hasta el final, ese picacho que se levanta como un grano y que cuesta subir, sobre todo si no has tenido la precaución de aligerar el peso de tu fardo en San Isidro. Los peregrinos jadean y casi no hablan. El sudor y las ganas de llegar a la cumbre, donde uno se sienta, mira al horizonte y murmura “ya estamos, ya estamos… esto ya está hecho” Y se hace una foto. Y hasta contiene las lágrimas. Porque quien llega a Peña ya llega a Javier.
Si no se rompe la crisma a la bajada, claro… porque ese descenso se las trae: escarpado y rápido, hay que hacerlo con extremo cuidado y a veces casi a saltos. Y saberse el camino (bueno, para el descenso de Peña y para todo lo demás, porque con las aventuras de los que se pierden se podría escribir una novela de cien tomos). Y andarse con ojo si el terreno está mojado, porque te puedes dar un culetón de espanto. Claro que todo se olvida al dejar atrás el estrecho camino y salir a cielo abierto, y dejar caer la mochila sobre la explanada, y tirarse al suelo, y rodar hacia abajo, y ver Gabarderal delante, y más allá, a tiro de piedra, las torres de Santa María, y sentir el inconfundible y nauseabundo aroma de la papelera, que te huele a romero verde y a flores de azahar. Y ya los pies se van aligerando, pese a los kilómetros y las calenturas, y el ánimo se alegra, y la carretera se convierte en un río de macutos y chubasqueros de colores, de grupos de gentes diversas, de coches que pasan despacio, de pandillas de ciclistas, de manadas de seminaristas y de curas con sus cruces y sus rezos. Y todos en la misma dirección. Y al fin Sangüesa, donde algunos pasarán la noche de vigilia, otros de juerga y otros dormitando. Y a la mañana, de nuevo las renqueantes articulaciones que se ponen en marcha, y los siete interminables y amojonados kilómetros al fin de los cuales nos espera la meta: el austero y sólido castillo que fue hogar del santo navarro y a los pies del cual nos juramos por lo más sagrado que no repetimos la experiencia ni hartos de cazalla.
Pero casi nunca es verdad.
Porque volvemos.
Me ha encantado la descripción de esa Javierada que también he hecho por esa ruta. Ahora la hago por la otra margen de río, con unos paisajes preciosos y sin el handicap de Peña.
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