EL GATO
Y EL IMBÉCIL
Era
tanto el amor que profesaba hacia él,
tantas las confidencias que le hacía al oído, los dos en el sofá mejilla con
mejilla, tantos los momentos de ternura que habían compartido, que no le
sorprendió lo más mínimo que un día el animal respondiera a uno de sus “¿Quién
es lo más bonito del mundo?” con un escueto “Yo”.
Claro
que no se le ocurrió decirle a nadie que su gato hablaba… faltaría más. Que no
estaba por la labor de que la tomasen por una chiflada. De modo que cada vez
que alguien venía a casa, ella pedía por favor al minino que permaneciera en
silencio durante toda la visita. Y él así lo hacía, en primer lugar porque la
adoraba y en segundo lugar porque era consciente de que no es normal que un
gato articule palabras como lo hace un humano. Y muchísimo menos que tenga la
inteligencia suficiente como para mantener una conversación. De modo que cuando
venían invitados él se arrellanaba en su cestita y, una vez acabada la reunión,
discutían acerca de la opinión que le habían merecido sus amigos. Solos los
dos.
Aquella
tarde ella se puso muy bonita. Se peinó con un moño alto y se enfundó un
vestido rosa, cortito y entallado. Había pasado todo el día en la cocina
preparando el menú de la cena. Alguien muy especial, le confesó, vendría
aquella noche, y era de suma importancia que él se portase muy bien y no les
molestase. Porque se había enamorado locamente de aquel hombre y quería
causarle una buenísima impresión.
El tipo
llegó media hora tarde sin siquiera disculparse, se sentó a la mesa y devoró en
dos bocados y sin decir ni mú los platos que a ella le había llevado horas
cocinar, y no hubo un solo elogio para su vestido o su peinado. Una vez
acabaron de cenar ella se levantó para recoger la vajilla mientras él
permanecía sentado en la mesa sin retirar un plato. La mujer dijo que tardaría
unos minutos en salir puesto que tenía que cargar el lavavajillas y preparar el
postre y el café, ausencia que el invitado aprovechó para acercarse hasta la
cesta del gato, poner la nariz a su nivel y decirle ásperamente:
-“¿Sabes,
asquerosa bola de pelos? No me gustan nada, pero nada, los animales…”
A lo
que el felino, sin inmutarse, respondió:
-“Pues estamos en paz porque yo les tengo alergia a los imbéciles”.
-“Pues estamos en paz porque yo les tengo alergia a los imbéciles”.
Cuando
ella salió, la bandeja del café sobre las palmas de las manos, el hombre había
desaparecido para siempre y la mascota dormía plácidamente en su rincón.
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