REGRESO
AL PASADO
Eran
apenas dos chiquillos cuando sus miradas se cruzaron por primera vez, anunciándole
que su vida estaba a punto de cambiar. Él la invitó a bailar y ella dijo que
sí, el corazón alborotado, y se dejó estrechar entre sus brazos, apoyando en su
pecho la cabeza y sintiendo cómo las notas de “The river” invadían su cerebro
asociadas al olor de la pólvora de los cohetes, al ruido de la feria y al
perfume de la piel de ambos mezclándose con su sudor y con ciertos efluvios
hormonales.
Acabó
la fiesta y él la acompañó hasta casa, tomándola tímidamente de la mano, los
dos en silencio, mirando al suelo y sin saber qué decir. Ella le pidió que no
la llevara hasta la puerta, le daba miedo que su madre, que no la dejaba andar
con chicos, pudiera verlos, por lo que se dijeron adiós delante del portal de
una calle vecina. Él vivía lejos, a más de trescientos kilómetros, pero le
prometió que la llamaría cada día y que iría a visitarla con frecuencia. E
inmediatamente después se besaron larga y dulcemente, ella apoyada contra la
puerta de madera, él sobre ella, protegiéndola de miradas indiscretas. Antes de
marcharse, él le entregó su pañuelo y ella cortó con los dedos una flor rosa
que crecía junto al muro y se la ofreció, pidiéndole que la guardase hasta el
momento en que se vieran de nuevo.
Jamás
volvió a saber de él y pese a ello nunca dejó de esperar su vuelta. No hubo más
hombres en su vida, no se casó ni quiso conocer a nadie. Eso no significa que
fuera desgraciada. Simplemente decidió que ignorar el amor era menos doloroso
que sufrirlo. Buscó un trabajo lejos y se fue del pueblo. Regresó para la feria
veinte años más tarde y una amiga le
dijo que un tipo había estado preguntando por ella; incluso había intentado
hablar con sus padres pero éstos no habían querido recibirle.
Las
piernas le temblaban cuando llegó al portal. Las mismas flores crecían ante la
puerta de la casa aún abandonada. Acarició con los dedos la astillada madera,
áspera y despintada, mientras su mente proyectaba como en un cine de barrio las
imágenes de aquella noche inolvidable. Ya estaba a punto de marcharse cuando
reparó en una cifra grabada en el marco con un objeto punzante: un número de
nueve cifras.
No se
atrevió a llamar. Capturó con su móvil la imagen de las flores ante la puerta y
la envió. Unos segundos más tarde recibió la instantánea de los marchitos
pétalos que ella había depositado en las manos de él, más de veinte años atrás.
Y a
continuación el teléfono sonó.
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