EL SACO
El
corral no era un hotel de cinco estrellas pero al menos le resguardaba a uno de
la lluvia. El invierno estaba siendo largo y duro y él y sus hermanos pasaban
el día arrinconados cerca de la madre, bien juntitos para darse calor los unos
a los otros. Una vez al día la anciana aparecía con restos de comida mientras
que el resto del tiempo era ese hombre malcarado y desagradable el que andaba
por ahí, gritándoles y dándoles patadas, quitándoles las mantas y asustándolos
con su escopeta. A menudo discutía con la vieja, que más de una vez terminaba
llorando, acurrucada en el rincón, dejando que el animalito le lamiera las
manos mientras lo besaba tiernamente y lo acariciaba con sus huesudos dedos.
Era su favorito, lo sabía bien, y precisamente por esa causa era especialmente
detestado por el hombre.
Por eso
se asustó tanto cuando, tras varios días
sin recibir visita alguna, fue él quien apareció a la hora de la comida. Traía
en una mano una enorme bolsa de plástico con restos de carne asada que vació en
el lugar de costumbre y en la otra un apetitoso muslo de pollo que puso delante
de él. El chiquitín se aproximó a la golosina, receloso aunque hambriento, y ya
estaba a punto de echarle la zarpa cuando vio el saco blanco que el hombre se
disponía a abrir en aquel momento. Y a su mente vinieron las imágenes de todos
aquellos bebés desparecidos en medio de la noche, camadas enteras de las que
nunca se volvió a tener noticia.
Miró de
frente a su verdugo justo en el momento en que éste estaba a punto de atraparlo.
Dio un feroz bufido al tiempo que tomaba impulso sobre sus patas traseras,
saltando a la cara del hombre y clavándole las garras para después huir a toda
prisa. El tipo profirió un rabioso aullido y se puso en pie, hecho una fiera, el
rostro ensangrentado, mirando infructuosamente en todas direcciones en busca de
aquella mala bestia, de aquel hijo de Satanás que había estado a punto de
sacarle un ojo.
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