EL
CUPONAZO
No
paraba de darle vueltas al asunto, maldita fuera su estampa. Se había fundido
cinco eurazos en aquel puñetero cupón y el asqueroso bombo escupió todas las
cifras en el mismo orden en que él las tenía.
Todas
excepto la última, que el azar trocó de cuatro en cinco. Y con aquella birria
de premio de consolación no le daba ni de lejos para hacer frente a las deudas
que más de dos años sin trabajo le habían generado.
Se
encaminó hacia el parque casi sin pensarlo. El aire era helador. Se detuvo frente
al río, que corría un tanto turbio y revuelto a causa de las últimas lluvias.
Hacía años que no se recordaba un caudal tan abundante. Miró correr el agua,
arremolinada y sucia, mientras palpaba en su bolsillo el último billete de cincuenta
euros que le quedaba para terminar de
pasar el mes. Y estábamos a veinte todavía.
Se
dirigió al puente sin pensarlo, casi sonámbulo, hipnotizado quizás por el atronador
rugir de la corriente, rumiando que qué demonios, que para vivir así mejor era
estar muerto. No pensaba ya en nada; ni en sus hijos, ni en sus padres, ni
siquiera en la mujer que durante más de media vida le había venido acompañando
“en lo bueno y en lo malo”. Aceleró el paso antes, se dijo, de cambiar de
opinión, y ya estaba junto a la pasarela cuando lo vio.
Era
joven; unos treinta años le calculó, y se hallaba tendido boca abajo sobre el
helado y húmedo césped. Se acercó cautelosamente y lo sacudió con suavidad,
girándolo despacio para enfrentarse con el infinito vacío de sus cuencas
abiertas. Su cuerpo no estaba todavía rígido, pero al tomarle la muñeca pudo
comprobar que no tenía pulso.
Se echó
la mano al bolsillo del pantalón pero el teléfono no estaba. Mierda, se dijo;
lo había olvidado encima de la mesa de la cocina. Miró a su alrededor. La noche
se acercaba y ni un alma paseaba por el parque.
Rebuscó
entre las ropas del hombre. Encontró una cartera y un móvil. Pulsó en la agenda
para buscar algún familiar a quien dirigirse y finalmente halló el contacto
“mamá”.
Mientras
marcaba el número abrió la cartera en busca de un documento de identidad para
poder informar a la familia al tiempo que pensaba cómo iba a comunicarle a su
interlocutora que su hijo yacía muerto en un parque víctima de a saber el qué.
Sus
ojos se abrieron de par en par al verlo. Aquello no le podía estar pasando a
él. En el portadocumentos de la cartera estaba el carnet de identidad, y justo
al lado, doblado, un cupón con el número siguiente al que él conservaba todavía
en el bolsillo.
Alguien
respondió desde el otro lado de la línea. Tomó aliento y comenzó a desgranar
trabajosamente las palabras mientras la mujer rompía a llorar musitando “lo
sabía, lo sabía… tenía que pasarle más tarde o más temprano… la puta cocaína…”
al tiempo que sus dedos se deslizaban por entre la funda de plástico para extraer
el cupón agraciado, colocando en su lugar aquél que él había comprado a un
vendedor ambulante, dos días atrás, al enterarse de que el banco iba a quedarse
con su casa.
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