LA NIÑA
PRODIGIO
Su vida
había sido un casting desde incluso antes de salir de la barriga de su madre puesto
que la buena señora prestó su hinchado vientre a una empresa de cosméticos para
el comercial de una crema antiestrías, de modo que su book se remontaba casi a
la noche de los tiempos.
Al
menos de los suyos.
A lo
largo de su infancia había anunciado potitos, pañales, cremas de chocolate, juguetes,
videoconsolas y hasta seguros de vida. Y entre spot y spot la llevaron a todos
los castings y rodajes cinematográficos habidos y por haber, de forma que para
cuando hizo la primera comunión ya tenía un currículum vitae que ríete tú del
de la Jodie Foster.
Su
adolescencia pasó entre sets de rodaje y profesores particulares. Mamá insistió
en que hiciera una carrera para cuando llegase el momento en que su estrella
fuera eclipsada por otras más brillantes. Entretanto la obligó a someterse a un
aumento de pecho, intervención que aprovecharon para extraerle una costilla, ya
que mami siempre había pensado que la niña había heredado su cintura de
abejorro zumbón.
Nunca
supo cuál era el color original de sus cabellos, y en cuanto a su piel, jamás
nadie la vio sin maquillaje. Y los tacones habían sido desde siempre un
complemento imprescindible de su atuendo.
Pero
todo esfuerzo tiene una recompensa y al fin, aquella noche, la alfombra roja se
extendía ante sus pies. La niña estaba entre las candidatas para recibir un
importantísimo premio cinematográfico que, de serle concedido, podría suponer
su lanzamiento a nivel mundial. Ya se veía ella en los salones de Hollywood,
codeándose con lo más granado de la élite del séptimo arte. Y a su nena rodando
a las órdenes de Spike Lee, de Martin Scorsesse… y quién sabe si hasta del
mismísimo Spielberg.
Salieron
rumbo al teatro en sendas limusinas. Mamá iría delante para alimentar la expectación
de la prensa y preparar la apoteósica entrada en escena de la niña. Siempre lo
habían hecho así.
Pero
una vez en el vestíbulo del auditorio los minutos pasaban y la estrella se
hacía esperar. La llamó varias veces pero el teléfono estaba desconectado.
Mandó al chófer a buscarla pero nadie contestó.
Permaneció
inmóvil ante la puerta del teatro hasta que la fiesta terminó. Ni siquiera
entonces pudo moverse. La sorprendió el amanecer, majestuosa y solitaria,
altiva y elegante, el maquillaje impecable, el peinado perfecto, el perfume aún
presente, envuelta en seda y tules…
Como
una princesa.
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