EL
ENCANTO DE LA DISCRECIÓN
Se
asoman a sus ramas espinosas cada primavera. Este año con algo de retraso
debido al frío y a las incesantes lluvias. Son blancas y casi pasan
desapercibidas entre todo el colorín que precede al estío. Y además no huelen,
y ni siquiera son vistosas: crecen silvestres y azotadas por la lluvia, los
pétalos a menudo sucios y marchitos. Y durante las horas umbrías más parecen
flores de cuneta que otra cosa.
Nunca
serán invitadas a una fiesta; sus tallos no serán cortados y engarzados en un
ramo nupcial; seguramente ni siquiera acabarán sus días muriendo de tristeza,
amarillentas y marchitas, asomando sus lastimeros pétalos por encima de la
vítrea balconada de un jarrón. Nadie las arrancará. Nadie las separará jamás de
las ramas verdes salpicadas de leves espinas, de las brillantes hojas
lanceoladas. Seguirán abriéndose cada mañana al abrigo del sol y de la brisa,
alimentándose del agua del río junto al que un día brotó el rosal que las
alberga. Pasarán la jornada asoleándose y viendo reverdecer a los árboles
vecinos, meciéndose dulcemente, alumbrando nuevos brotes que se abrirán con
parsimonia, blanco y verde, tiernos capullos que nadie cortará.
Porque
no son bonitas.
Afortunadas
ellas.
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