“EL
CUENTO” DE LA BELLA DURMIENTE
Cabalgaba
a pelo sobre un corcel oscuro y poderoso; sin riendas y sin arreos, un solo
cuerpo, imponente centaura el libertad atravesando la espesura, salvaje e
indómita, hermosa e independiente: los cabellos flotando tras de sí, negros y
enmarañados, su cuerpo apenas cobijado bajo una leve piel de ciervo, el carcaj
a la espalda y el arco en bandolera.
Avistó
al fin al venado y lo abatió de un solo disparo. Entre los ojos. La hermosa
bestia cayó al suelo y ella se acercó a pie, cautelosa, vigilante a las fieras
que sin duda poblaban la espesura dispuestas a robarle la presa en el menor
descuido.
Remató
de un tajo en la garganta al animal y lo dispuso tras de ella, sobre la
montura.
Amaba
la caza casi tanto como la libertad. No era de nadie y nada le pertenecía. Vivía
en una gruta desde la que veía pasar las estaciones y en la que albergaba, de
vez en cuando, a los solitarios viajeros que se desorientaban en el bosque a la
caída de la tarde. A través de ellos conocía el devenir de los reinos vecinos;
sus guerras y miserias… su maldad y sus intrigas. Y la por todos relatada
leyenda de una princesa encantada a la que una malvada bruja sumió en un
hechizo por el cual llevaba dormida cerca de cien años. No pocos caballeros se
había tropezado ella por el bosque que andaban buscando el rincón donde
reposaba le hermosa doncella, la linda muchacha.
La
bella durmiente.
Ella
les ofrecía un lugar donde refugiarse hasta el amanecer y compartía con ellos
su comida. Y sonreía enigmática, compadeciéndose profundamente de la pobre
jovencita, que decían, dormía plácidamente en un rincón a la espera de un
doncel que la sacase de su ensueño para conducirla a la aburrida pesadilla de
tener que gobernar un reino, asistir a interminables y tediosas fiestas,
presidir soporíferas reuniones y redactar leyes injustas y ridículas. Ella
conocía bien esas tareas: había visto a su madre consumirse de hastío en el
palacio, esperar durante semanas encaramada al torreón a que su esposo volviera
de la guerra, tolerar con estoicismo las infidelidades de su dueño.
Lo
único bueno del poder, ella lo sabía, era que te permitía comprar cosas que a
los otros les estaban prohibidas. Es por eso que no le fue difícil, cuando supo
del sortilegio que la malvada bruja había vertido sobre ella en el momento de
su nacimiento, que se puso en contacto con la hechicera para que cambiase los
términos del conjuro. Y por una nada desdeñable cantidad de monedas de oro, la
maga le juró que, llegado el momento de pincharse con el huso, ella caería, al
instante y tal cual estaba previsto,
profunda e incurablemente dormida. Pero que también, al cabo de unas
semanas, cuando su cuerpo reposase plácidamente en un lugar secreto, ella, la
hechicera, desharía el sortilegio y la conduciría al interior del bosque, donde
podría vivir, como era su deseo, para siempre en libertad.
Y
colorín, colorado…
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