LO
IRREPARABLE
Sólo
pudo escuchar la primera frase. El resto no fueron sino palabras inconexas que
atravesaban su cerebro de un lado a otro, como una corriente de aire entre sus
oídos. Mantenía la mirada fija sobre las rodillas, sin atreverse a levantar la
vista, y recordaba casi con exactitud todos y cada uno de los desatinos
cometidos, y que le habían hecho tanta gracia desde el primer momento.
Recordaba las advertencias de sus padres, al principio, cuando apenas salía de
la infancia. Recordaba las campañas publicitarias, acerca de las que bromeaba
delante de sus amigos, de sus familiares, de todo el mundo. Esas cosas, decía, son
como los accidentes de tráfico, siempre les pasaban a los otros.
Pero
no.
Ahora
estaba allí, sentado, sin atreverse a mirar la radiografía que reposaba sobre
la mesa, aguantándose las lágrimas y diciéndose a sí mismo
mierda-mierda-mierdaymilvecesmierda. Y pensando cómo se lo iba a explicar a su
mujer cuando llegara a casa.
El
hombre sentado frente a él terminó de hablar. Se levantó de la silla, se le acercó
y le preguntó si se encontraba bien. El musitó un sí apenas audible y salió de
la consulta. Atravesó el pasillo despacio, como un zombi, ajeno al mundo que se
agitaba a su alrededor. Salió a la calle. La mañana era fresca. Se sentó en un
banco y echó la mano al bolsillo, el gesto instintivo que siempre acompañaba a
la salida de un espacio público. Sus dedos sintieron el crujiente y familiar
contacto del paquete, casi vacío. Lo sacó, estrujándolo con rabia y lanzándolo
lejos, muy lejos.
Y sólo
entonces pudo llorar.
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