LA
TALLA 34
Había
llegado el momento de partir. La esperaba otra vida; otra cuidad, otros
horizontes. Canturreaba suavemente mientras vaciaba los armarios, su madre
siempre pendiente de ella, mierda, seguía tratándola como a una niña aún
después de todo lo ocurrido. Tenía un nudo en la garganta producido en parte
por la excitación y en parte por el miedo. No era un traslado a la universidad
de la capital, como hacía varios años, antes de que la pesadilla comenzase; no
era un reencuentro con la vida como cuando le dieron el alta y se reincorporó a
la facultad. No era siquiera una Erasmus en un país vecino. No: era el océano,
horas de vuelo, otra cultura, otra religión. Era, lo sabía, la oportunidad con
que había soñado desde niña, el sueño que aquella maldita enfermedad había
intentado arrebatarle. Era lo que más había deseado en este mundo.
Y
estaba a punto de llevarlo a cabo. Cientos de candidatos optaron a una de las
plazas; jóvenes preparados que se inscribían desde todos los lugares de la
tierra: currículums impecables, carreras terminadas en un tiempo récord,
carísimos másters. Y ella, que había pasado más de tres años en el dique seco
antes de retomar los estudios, fue seleccionada, según le dijeron, por su
fuerte personalidad, por su tesón y por su valentía. Una simple carta
manuscrita y una entrevista de diez minutos fueron suficientes.
Claro
que a su madre aquello no le hacía ninguna gracia. Y más teniendo en cuenta que
lo hizo sin consultarles. Su niña, pensaba, no podría soportarlo: tan lejos de los
suyos y tan frágil como era. Lloró, echándole en cara los esfuerzos dedicados a
su recuperación, anunciándole que no sería capaz de hacerlo, que todavía no
estaba preparada, que era demasiado joven…
Pero la
muchacha estaba decidida. Ahora, sin ir más lejos, veía a través del espejo
cómo su madre la espiaba discretamente, asomando la nariz de vez en cuando
entre la puerta mientras ella vaciaba cajones, desalojaba perchas, desmontaba
estanterías.
De
pronto los vio, colgados de la barra, fantasmas del ayer, en el mismo lugar
donde los dejó el día que volvió del hospital tras su primer ingreso: los
raídos vaqueros de la talla 34 para los que llegó a necesitar usar un cinturón,
y que ella misma escondió al fondo del armario, lejos del alcance de su madre,
jurándose por lo más sagrado que más adelante, cuando les hubiera ganado a
todos la partida, podría volver a utilizarlos.
Colocó
la prenda sobre la cama y la miró, los ojos inundados. Volvió atrás en el
tiempo unos instantes: hambre, soledad y lágrimas; era lo único que recordaba
de aquella época, de aquel tiempo perdido para siempre, de aquellos años de
nada interminable.
Tomó el
pantalón entre las manos, minúscula silueta de un tiempo de dolor, y tiró de
las perneras en ambas direcciones. El gastado tejido cedió casi al instante,
rasgándose en dos ante sus ojos y esparciendo por el aire une tenue nube de
virutas de color azul.
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