LA
TAPIA
La
naturaleza es un conglomerado de aconteceres pasajeros, de células con fecha de
caducidad; desde esas molestas y zumbonas mariposas blancas que viven una sola
noche hasta las raíces de un roble milenario. Pasando, sin duda alguna, por
nosotros mismos, que de momento y afortunadamente (miedo me dan los
experimentos sobre clonación humana, no quiero ni pensar quiénes podrían
terminar siendo inmortales), seguimos estando de paso en este mar de dudas, en
este valle de lágrimas, en este universo de milagros.
Durante
al menos nueve meses al año esto no es más que una tapia cubierta de
sarmientos. Un muro más de los que cercan los pequeños huertos de una zona
apartada del tráfico y del ruido. Una pared, pétrea y anónima. Una barrera. Una
construcción.
Pero si
todo va bien (y muy mal dadas tienen que venir para que esto no suceda), con
los primeros soles de la primavera van naciendo brotes en las resecas ramas;
unos brotes feos y negruzcos, un poco siniestros, que con el paso de los días
reverdecen para, finalmente, dejar que sus cápsulas se abran permitiendo que
asomen los primeros tonos de violeta. Y en una semana, dos a lo sumo, el
anodino muro se convierte en un tapiz violáceo que se divisa, a lo lejos,
asombrando al paseante y atrayendo la atención de cientos de enormes y
alborotadores abejorros negros, decenas de avispas y montones de mariposas de
colores.
Apenas
un mes dura el vistoso tapiz, que más tarde muta en verde, también magnífico
aunque menos llamativo. Por eso me gusta tanto, cuando el invierno llega a su
fin, pasar ante el muro anticipándome a la eclosión de las flores y contemplar
la evolución de las ramas sarmentosas, acercarme a observar de cerca los
tiznados brotes, tocarlos y sentir el áspero tacto de las cortezas que, sólo
unos pocos conocemos el secreto, encierran en su interior una tal belleza.
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