EL DIOS
DE LAS CHAPUZAS
Érase
una vez, en una galaxia muy lejana, un pequeño planeta donde las gentes vivían
tranquilas, con sus preocupaciones, sus ambiciones y sus sueños por los que
luchar, por los que ponerse en marcha cada día.
Todo
transcurría dentro de la normalidad más razonable hasta que un día llegó un
dios novato y un tanto manazas, un dios que venía de obtener la titulación en
la escuela de dioses con un aprobadillo por los pelos, después de repetir
varios cursos y de ser amonestado frecuentemente por su atrevimiento y su
vanidad.
Claro
que a esa peligrosa osadía se añadía otro problema no menos importante: y es
que era un tanto irresponsable y demasiado bonachón, de modo que nunca había
llegado a medir las consecuencias que a los demás puede acarrear el hecho de
ser un todopoderoso. Y aparte, tenía un complejo de inferioridad que le
empujaba a hacer todo lo que los otros querían con la sola finalidad de
sentirse amado, útil. Necesario.
Así que
con semejante expediente os podéis imaginar que fue ponerse a ejercer y empezar
a cagarla. No se le ocurrió mayor majadería, para ganarse a su pueblo, que
empezar a concederles todos los deseos que tenían. Pero no sólo aquellos que
formulaban en voz alta, no. También todos esos que guardaban en el interior de
sí mismos, aquéllos que nunca se confiesan por miedo, por pudor o por malicia.
Convirtió
en ricos y guapos a todos los habitantes del planeta. Lo cual fue una tontería,
porque una vez que todos tuvieron dinero y hermosura a espuertas las dos cualidades
perdieron su valor, y ya nadie mostraba interés por los demás, tan ocupado como
estaba mirándose al espejo. Y en cuanto a la riqueza, puesto que había dinero
los precios no dejaban de subir, y la población se empobrecía poco a poco, como
antaño.
Y eso
por no hablar de todos aquéllos que caían fulminados por un rayo en mitad de la
calle, sin haber tormenta, solamente porque alguien lo había deseado. O de los
enamorados que quedaban petrificados en los bancos, unidos por un beso
inacabable, por el simple hecho de haber deseado que el tiempo se parase en ese
instante de inabarcable felicidad. Y la desesperación de sus familias, sobre
todo de sus madres, que los esperaban para comer a mediodía, la mesa puesta y
el postre en la nevera, sin saber que su hija o su hijo se hallaban en un
banco, paralizados, detenidas sus vidas para siempre, sin ninguna posibilidad
de continuar, de crecer, de hacer algo diferente que no fuera besar y ser
besado.
Muertos,
de dicha al fin y al cabo, pero muertos.
Y no
hay que olvidarse tampoco de todos aquellos que quedaban clavados en medio de
la vía pública a causa de cualquier cosa que los llenaba de gozo, y a los que
era imposible retirar del lugar. Y ahí permanecían para siempre, en medio de
las carreteras, de los caminos, de los pasillos, de las salas de espera,
estáticos, hieráticos, sin siquiera consumirse ni descomponerse, provocando
todo tipo de accidentes a los viandantes que tropezaban con ellos y morían o
quedaban minusválidos a causa de la colisión en no pocas ocasiones. Y nadie
sabía cómo parar aquel despropósito porque tampoco sabían que el causante era
un ente superior, omnipotente y omnipresente, que había decidido tomar, sin
consultarles, hacía algunos meses, el control sobre ellos, sobre sus deseos.
… Sobre
su identidad.
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