sábado, 7 de septiembre de 2024


 

LA DECISIÓN DE ABANDONAR

Hace unos meses me decidí a emprender la aventura del Camino de Santiago. Era a primeros de año, andaba muy rallada con lo de la atención al público y algún que otro tema personal y pensé en atreverme de una vez a solicitar ese mes sabático en el que llevaba pensando varios años. Fue en el Lupu y estaba con un par de amigas. Yo hablaba de irme aquí o allá con esta o con aquel y una de ellas me dijo:
Haz lo que sea, pero sola.

Pues el Camino de Santiago, dije. Que nunca me lo había planteado, pero siendo andariega y solitaria me pegaba bastante. Y luego lo del arte y la espiritualidad. Y lo de conocer gente distinta. Vamos, que salí del bar absolutamente convencida y desde ese momento puse mi ilusión al servicio de la empresa: lo primero solicitar el permiso y luego comprar un buen par de zapatillas que ir domando para poder llevar un calzado en condiciones. Y, por supuesto, contarles a mis próximos lo que iba hacer y dejarme aconsejar por quienes lo habían hecho y me hablaban maravillas al respecto mientras esperaba a que llegara el primero de septiembre, que, precedido por una espantosa tormenta la noche de la víspera, amaneció nublado y lloviznoso aquí y en Navarrete, que fue el lugar donde estamparon el primer sello en mi credencial y del que partí, animosa, en busca del parteluz de la catedral del Obradoiro, confiando en que mi resistencia física y mis pies no me lo pusieran tan negro como pintaba la climatología.

Pero me equivocaba. Porque, inclemencias meteorológicas aparte (yo llevaba de todo gracias a los consejos de amigos y amiguitas), para el mediodía de la segunda etapa ya llevaba los talones desollados y cada paso era una tortura. Los fui curando, cubriendo y protegiendo al final de cada etapa pero no era suficiente. El dolor continuaba y las heridas iban a peor. Además de una díscola uña que me escaché hace años y que decidió sumarse al club de los rebeldes. Bueno, eso y el hecho de que empezase a no verle mucho sentido a lo de tomarse la acción de caminar como un trabajo de horario establecido ¡Que había quien salía a las seis de la mañana! ¡A las seis! Que para eso hay que ponerse en pie a las cinco. Que en pleno verano vale, porque a partir de las once no hay quien pare, pero ¿en septiembre, de noche y jarreando? Que yo a uno llegué a decirle: “Por el amor de dios ¿ánde vas, que tienes todo el día?” Y total, para plantarte en el albergue a la una, sin otra cosa que hacer que esperar a que llegue la hora de dormir. Porque esos pueblos, salvo los grandes, tienen lo que tienen. Que das cinco pasos y te sales. Y que sí, que el ambiente y la camaradería y lo que quieras, pero a la hora de ponerte las zapatillas y arrancar era un calvario. De modo que el otro día, camino de la cruz esa que hay saliendo de Atapuerca, con los pies reventados, la lluvia sin dar tregua y la atención centrada en al camino pedregoso, me dije que qué necesidad. Y al llegar al último pueblo antes de Burgos, hablando con una camarera, le comenté que iba a volverme. Y me respondió que no, que no lo hiciera, que esperara un poco y que seguro que iba a dar con lo que busco. Y yo, pagando la cerveza, le dije que a lo mejor lo que me pasa es que no he perdido nada. Que soy feliz y que no odio a nadie ni me odian. Y aquella misma tarde saqué un billete de vuelta para el día siguiente, me duché, plegué el garito y me fui a echar unas cañas por la zona de la catedral con unos compañeros de ruta. Y les dije, y se reían, que aunque mi cuerpo estuviese muy católico, mis pies se habían declarado ateos.

Y que hasta ahí había llegado.

#SafeCreative Mina Cb

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