miércoles, 21 de enero de 2015



PUENTE DE TUDELA

Hace mil años fui farandulera. Íbamos de pueblo en pueblo con una compañía de teatro. Era la época en que todo se hacía a mano. O sea sin ordenadores. Y no teníamos pasta para pagar a técnicos, de modo que cuando había una representación salíamos de casa unas cuantas horas antes con el fin de contar con el tiempo suficiente como para montar escenarios, torres de focos y sistemas de sonido. Y de solventar las eventualidades que pudieran darse. Y que siempre se daban. Y de echarse al coleto una cerveza y un bocata. Si es que había tiempo. Que según cual fuera la gravedad de las eventualidades, a veces no lo había. Y luego subirse a un escenario. Y soltar el texto, la bilis y todos los demonios acumulados durante horas de apretar tornillos y ajustar clavijas. Y luego desmontar el chiringuito y quedarse mirando al tablado vacío, las cortinas rojas pendiendo, ridículas y a menudo polvorientas, de los laterales del escenario, y preguntarse por qué, por qué, por qué… por qué semejante paliza para nada. Y de nuevo el trabajo de cargar la furgoneta, y de meterse en los coches, reventados pero eufóricos, y comentar durante todo el trayecto los mil y un avatares sucedidos durante la jornada. Y al fin, y a lo lejos, la pétrea silueta del Corazón de Jesús (“Imaginaos- nos decía una noche, muy serio, José Mari Lafuente- que un día llegamos a Tudela y la cuidad ha desparecido, y no se ve al ´Manazas` desde lejos…”) agrandándose y tomando forma al tiempo en que se empezaban a dibujar en la negrura de la noche los halos de luz de las ordenadas farolas que se yerguen sobre el puente y que nos saludaban, enfiladas y marciales, como si fuéramos paladines que regresaban a casa tras una dura jornada en el campo de batalla.

#SafeCreative Mina Cb
Imagen de J Miguel Jimenez Arcos

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