viernes, 3 de octubre de 2014


LAS PALOMITAS

Los inviernos de mi infancia eran crudos, largos y ventosos, desprovistos de calefacción y plagados de costras rugosas en las rodillas desnudas que nunca llegaban a cubrir ni los gruesos y boludos calcetines de lana ni aquellas evanescentes falditas escocesas que llevaban la tabla central sujeta con un imperdible.
Eran, pues, gélidas estaciones interminables y austeras, sólo animadas por la dulce presencia de la Navidad, siempre seguida del aburridísimo y anodino mes de Enero, que nos dejaba con aquél regusto amargo de no poder disfrutar de los juguetes de los reyes, porque justo después de la fiesta había que volver al cole y cuando regresábamos a casa al atardecer del día siete, mamá había guardado en el altillo los regalos que habíamos estado esperando durante meses.
A mí del invierno no me gustaba mas que la cocina de carbón, donde asábamos champiñones y castañas y donde se celebraba uno de los ritos más misteriosos a los que un niño podía asistir: el de saltar palomitas, que era una cosa estupenda.
Primero había que soltarlas de la mazorca y echarlas en un bol, donde las aventábamos para quitarles los restos de polvo y cáscara que podían quedarles, y luego llegaba lo mejor, que era poner la sartén al fuego, verter unas gotas de aceite, dejarlo calentar y añadir los granos de maíz rápidamente, colocando a continuación una tapadera que había que sujetar para que no saliera despedida en cuanto las rosetas empezasen a abrirse, estallando en un concierto de “pop-pop” que se iniciaba tímidamente para ir acelerándose in crescendo, una ruidosa y juguetona vibración que hacía retumbar el metal de la tapadera. A veces, lo confieso, no pude evitar, cuando los adultos no me vigilaban, levantar un poco la tapa, manteniendo el cuerpo inclinado hacia atrás, temerosa de que alguna palomita saliera volando, me diera en el ojo y me lo quemase, desgraciándome para siempre, y mirar cómo el maíz saltaba, abriéndose como una rosa blanca, y golpeaba con furia el interior de la tapadera. Era imprescindible remover la sartén todo el tiempo para evitar que los granos que aún no había estallado quedasen en el fondo, cerrados y negruzcos, pegados a la base, una rugosa costra cenicienta y amarga. El proceso finalizaba cuando el “pop-pop” se desaceleraba, momento en que la sartén era retirada del fuego y, al levantar la tapadera, un esponjoso y tierno colchón de palomitas blancas aparecía, como un milagro, ante nuestros maravillados ojos.

#SafeCreative Mina Cb
Imagen de Lumina Terris

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