AEROPUERTOS
No es cierto que los aeropuertos sean fríos. De hecho, yo puedo pasar horas muertas deambulando por sus corredores, el equipaje rodando tras de mí, girando la cabeza hacia los cafés, los autoservicios, las tiendas de souvenirs, las pantallas luminosas, las cintas giratorias repletas de maletas…
Y es que de los aeropuertos me gusta todo: desde esas impersonales y horrorosas dársenas que acogen al viajero cuando desciende del coche o el bus hasta las antipáticas puertas de acceso a la aeronave, donde señoritas uniformadas y marciales te despiden con una sonrisa, tal vez para que te lleves un recuerdo agradable al otro mundo si el pajarito decide averiarse en pleno vuelo.
Pero lo que más me gusta es sentarme y observar: ver esos pequeños grupos que se forman alrededor de las tomas de corriente, a la caza de un lugar donde poder cargar el móvil, sentados en el suelo, el cable arrastrando y los pulgares dale que te pego al messenger y al watsapp, mudos y encerrados en su mundo, del que sólo salen de vez en cuando para echar una ojeada a la pantalla de llegadas.
Y me gustan también los extranjeros, que son tan parecidos y tan diferentes entre ellos, de tal forma que cuando uno lleva ya unos cuantos vuelos en el cuerpo puede llegar a adivinar su procedencia sin conocer el idioma en que se comunican. Están, por ejemplo, los flemáticos ingleses, a menudo jubilados de pelo cano y aire un tanto ridículo, con sus paraguas en pleno mes de agosto y esa pinta de acabar de salir de tomar el té con la reina en uno de los salones de Buckingham Palace. O los franceses, tan narigudos y discretos, que no levantan la voz ni para llamar al compañero que va a perder el vuelo por entretenerse delante de un escaparate. O los italianos, esa pintoresca mezcla de tenores y tenorios que alborotan las salas con sus risas y le tiran los tejos a todo lo que lleve bragas. O los eslavos, ellos cuadrados como armarios y con pinta de mercenarios en el paro y ellas tan pálidas y tan angelicales. O los nórdicos, altos y silenciosos como espíritus de la Santa Compaña. O los portugueses, morenos, cejijuntos y un tanto melancólicos con su acento cantarín. Y los americanos, los del Norte digo, ostentosos y gritones. Y los japoneses, cargados hasta las trancas, con un millar de ingenios electrónicos colgando y amontonándose en las colas, todos bien juntitos, como si el aeropuerto fuera una isla y corriesen el riesgo de caer al mar si sacan los pies de la baldosa…
Un mundo de mundos, en fin: un espejo de realidades y de pluralidad. Un caleidoscopio donde los colores y las formas van y vienen, veloces y rodantes, mientras el estruendo de los motores nos va alejando, cada cual a su nido, de todos esos rostros diferentes, de todas esas vidas que tan poco nos importan, de todos esos hombres y mujeres con los que, probablemente, jamás nos volveremos a cruzar…
#SafeCreative Mina Cb
No es cierto que los aeropuertos sean fríos. De hecho, yo puedo pasar horas muertas deambulando por sus corredores, el equipaje rodando tras de mí, girando la cabeza hacia los cafés, los autoservicios, las tiendas de souvenirs, las pantallas luminosas, las cintas giratorias repletas de maletas…
Y es que de los aeropuertos me gusta todo: desde esas impersonales y horrorosas dársenas que acogen al viajero cuando desciende del coche o el bus hasta las antipáticas puertas de acceso a la aeronave, donde señoritas uniformadas y marciales te despiden con una sonrisa, tal vez para que te lleves un recuerdo agradable al otro mundo si el pajarito decide averiarse en pleno vuelo.
Pero lo que más me gusta es sentarme y observar: ver esos pequeños grupos que se forman alrededor de las tomas de corriente, a la caza de un lugar donde poder cargar el móvil, sentados en el suelo, el cable arrastrando y los pulgares dale que te pego al messenger y al watsapp, mudos y encerrados en su mundo, del que sólo salen de vez en cuando para echar una ojeada a la pantalla de llegadas.
Y me gustan también los extranjeros, que son tan parecidos y tan diferentes entre ellos, de tal forma que cuando uno lleva ya unos cuantos vuelos en el cuerpo puede llegar a adivinar su procedencia sin conocer el idioma en que se comunican. Están, por ejemplo, los flemáticos ingleses, a menudo jubilados de pelo cano y aire un tanto ridículo, con sus paraguas en pleno mes de agosto y esa pinta de acabar de salir de tomar el té con la reina en uno de los salones de Buckingham Palace. O los franceses, tan narigudos y discretos, que no levantan la voz ni para llamar al compañero que va a perder el vuelo por entretenerse delante de un escaparate. O los italianos, esa pintoresca mezcla de tenores y tenorios que alborotan las salas con sus risas y le tiran los tejos a todo lo que lleve bragas. O los eslavos, ellos cuadrados como armarios y con pinta de mercenarios en el paro y ellas tan pálidas y tan angelicales. O los nórdicos, altos y silenciosos como espíritus de la Santa Compaña. O los portugueses, morenos, cejijuntos y un tanto melancólicos con su acento cantarín. Y los americanos, los del Norte digo, ostentosos y gritones. Y los japoneses, cargados hasta las trancas, con un millar de ingenios electrónicos colgando y amontonándose en las colas, todos bien juntitos, como si el aeropuerto fuera una isla y corriesen el riesgo de caer al mar si sacan los pies de la baldosa…
Un mundo de mundos, en fin: un espejo de realidades y de pluralidad. Un caleidoscopio donde los colores y las formas van y vienen, veloces y rodantes, mientras el estruendo de los motores nos va alejando, cada cual a su nido, de todos esos rostros diferentes, de todas esas vidas que tan poco nos importan, de todos esos hombres y mujeres con los que, probablemente, jamás nos volveremos a cruzar…
#SafeCreative Mina Cb
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